22/5/08

INSTRUCCIONES PARA EL DIABLO, por Mitzuca Chinycó

Lucy Pher y el creador de todas las cosas -incluyendo la diarrea líquida- se encuentran sentados a orillas de un océano místico. Lucy bebe su caipirinha de kiwi bien helada mientras Dios culmina una Pepsi light haciendo un ruido muy grosero con el sorbete. De repente, una gran idea...

Dios: ¡Y los hombres dominarán la tierra con todas las plantas y animales que en ella habitan!
Lucy Pher: Disculpe, gran Señor, pero ¿no le parece eso un poco excesivo?
Dios: ¡Cómo te atreves, diabólico esperpento!
Lucy Pher: Sólo digo que me resulta un poco exagerado eso de que la Humanidad “domine” a todo el mundo dadas las condiciones de estas pobres criaturas a las que no...
Dios: ¡Silencio, lagartija con alas! No quiero hablar más de esto contigo. Ahora vete y has lo que te dije.
Lucy Pher: "Engañarlos con sucias artimañas y alentarlos a la perdición". ¡Dios mío (primera vez en la historia que se utiliza esta expresión)! ¡¿Por qué a mí?!
Dios: Porque alguien tiene que hacerlo. ¿O acaso quieres que se culpen a sí mismos? ¿Crees que podrían soportarlo?
Lucy Pher: ¡Oh, no! Eso los haría más sabios y autosuficientes. Perderíamos el empleo y yo con un infierno entero que alimentar.
Dios: ¡¿O por qué no culparme a mí, su magnánimo creador, entonces?! ¡¿Acaso eso es lo que quieres, mujerzuela malagradecida?!
Lucy Pher: Bueno, en fin; después de todo el diseño es suyo y me parece que las fallas...
Dios: ¿Fallas? ¡Has dicho fallas!
Lucy Pher (suplicando como una rata): ¡No, señor! ¡Lo siento, señor! ¡El error fue mío! ¡Los humanos no tienen ninguna falla! ¡Los humanos son perfectos!
Dios: Así está mejor. Ahora ve y fastídialos por mí, ¿quieres? Ya verás que divertido es.
Lucy Pher: Lo haría, gran Dios, mi intención no es contradecirle, pero...
Dios: ¿Pero qué, Lucy?
Lucy Pher: Es que, no sabría ni siquiera por dónde empezar. Esto de incitar al mal nunca se me dio muy bien y yo...
Dios: –No te preocupes por eso, preciosa; date tiempo y verás. Fastidiar las cosas es todo un arte. Confía en mí. Ahora, déjame darte algunos consejos: lo primero que debes hacer es...

A LA SOMBRA, por Vincent Von Streitsen

Ya no abrumaba, ni siquiera se advertía el furor de la batalla. Tan sólo resonaban lejanos y esporádicos retumbes de cañones, siniestra música de fondo, homenaje arrítmico a la madre bélica.

No tengo alternativa. Los gritos son en vano, se esfuman en la noche. Me encuentro solo y he de morir.

Caminando lentamente en una retaguardia exagerada, se encontraba un solitario soldado de la resistencia, resistiéndose él mismo a ser consecuente con aquella impuesta denominación. El teniente Fray Montero pertenecía a esa raza de hombres que embisten la realidad con el temple del cobarde, condición ésta bien poco pintoresca, pero útil a la hora de exprimir la raquítica porción que las épocas de odio y terror otorgan a la frágil supervivencia. Después de todo, no era más que un joven enfermero, pacífico y sensible, muy consciente de su propia vulnerabilidad. El miedo lo ponía en acción manteniéndolo vivo, vivo para el próximo día, vivo para el próximo enfrentamiento, vivo para vivir después de aquella vigilia muerta que es la basura de la guerra.

El impulso de luchar es la madre del dolor y la pulpa de las fieras.

Allí se encontraba él, a un costado de toda esa mierda. El silencio refrescaba y el fluir del universo parecía haberse interrumpido. Todo estaba en su lugar y no tenía la menor intención de modificarse. Ni la más leve brisa, ni el más sutil de los lamentos; nada con vida, ni un solo movimiento. Todo su ser vibraba implorante por algo de donde aferrarse. Pero era inútil; lo único real en ese mundo era él mismo, triste protagonista de una amarga pesadilla soñada por algún dios enfermo y moribundo. Sus piernas, mientras tanto, continuaban sucediéndose en un absurdo deambular, y su porte denotaba con orgullo fingido la ilusoria seguridad de un espíritu secretamente espantado.

Así es, Montero, lo que ves allá afuera no es más que el reflejo de tu propio incendio, ese ardor interno, corrosivo, invisible al resto. Eres el centro del remolino, un delirio que se expande y se envuelve sobre sí mismo. La quietud es tu tormenta.

Nunca como entonces había tenido que reñir tan duramente su conciencia para lograr conciliar una idea que anulara el contraste perverso de sus sentidos. Por un lado, su mirada contemplaba la muerte. Cuerpos devastados, sangre coagulada y terror petrificado en aquellos rostros que recibieron su última llamada con una mueca tan grotesca como sólo el dolor más horrible podría moldear sobre el infinito semblante humano. Su olfato, en cambio, invitaba -cual ciego testigo de un festín infernal- a la comilona exquisita de una parrillada anónima, prometedora de las delicias más indiferentes.
Cientos de marionetas humanas acomodaban su postura en las más curiosas posiciones. Muchas de ellas parecían intactas, como despiertas, sin esa cuota de abstracción que tras una detonación cercana o la ráfaga de la metralla certera les quita a los cuerpos gran parte de su irrevocable humanidad. Tan sólo ofrecían sus tatuajes prolijamente diseñados por las armas del adversario; portales oscuros y afluentes seguros de aquella la tinta vital color rojo pasión. Pasión amarga. Pasión estúpida. Símbolo de la peor necesidad de los hombres.
Las imágenes e impresiones de nuestras experiencias son el obsequio que la vida nos regala con tan cariñosa objetividad. El recuerdo, mi querido lector, es el verdadero y más preciado capital del ser humano, la moneda corriente a la hora de apostar. El corazón lo olvida todo, pero nunca antes de sangrar.

Conoce bien su destino, teniente Fray Montero. Escuche en mi susurro los sórdidos designios de su mente. Su imaginación es mi mejor aliada. Las astucias de esta fantasía me arropan con su ingenio y declaran tiernamente que todo esto pronto habrá de terminar.

De repente, un estallido seco retumbó claro y fuerte en aquel valle de la muerte. Un disparo perfecto. La pierna de Montero comenzó a sangrar, sorprendida y avergonzada, improvisando con torpeza su repentina invalidez. Solo entonces, cuando el cálido líquido vital retenido en su bota anunciaba un dolor intenso, el joven soldado cayó en la cuenta de que, por fin, no estaba solo.
Permaneció la eternidad en un instante completamente inmóvil. Entonces, comenzó a rotar su mirada lentamente hasta que... ¡allí! Un soldado sucio de barro y sangre acechaba desde su lecho de muerte a la sombra de un ciprés. Su mirada firme y penetrante, el silencio de sus músculos y la sátira de una sonrisa cordial denotaban, sin necesidad de reparar en su harapienta investidura, el talante del perfecto enemigo.

–¿Por qué lo has hecho, miserable hijo de puta?– gritó Montero con espantosa furia.
–Quería llamar tu atención– fue la susurrada respuesta de aquel guerrero caído.
–Pues lo has conseguido, cabrón, y ahora tendré que matarte.
–Precisamente, muchacho, precisamente.

Arrastrando la pierna izquierda con dolorosa determinación, se encaminó decidido hacia su condenado agresor y, con facilidad sorprendente, le enterró el filo de su arma siete veces en el pecho. Sus ojos lacrimosos, nublados por el odio y la desesperación, alcanzaron a ver como se apagaba la vida de aquel pobre borrego quien, con su último suspiro, le dio las gracias para luego sumirse plácido en las oscuras profundidades del abismo terrenal.

¡Ay, dolor, dolor! ¡Caricia dulce y sofocante! ¡Cómo me envuelves con tus grandes alas sin forma ni tiempo! ¡Con qué pasión aprietas hasta exprimir todo el jugo de la vida, y cuánto adoras el trago amargo; es tu sangre y tu elixir, sin ellos no eres nada, y ahora al fin lo tienes todo!
¡Destino absurdo el de los hombres de la guerra! ¿Para qué? ¿Para quién? ¡Mátame de una vez, maldita sombra vestida de verdugo! Acaba con mis penas y deja que el olvido se encargue del resto. Eres fuerte para las cosas de la mente, lo sé, pero aquí no se trata de lo bueno o de lo malo, de lo justo o de lo injusto. La verdad es otra de tus mentiras... nadie nos protege, nadie nos cobija. Somos escoria, hijos del miedo, cómplices de este infierno, huérfanos de Dios.
¡¿Es que acaso no te das cuenta?! Apiádate de mí y mátame cruelmente, entierra esa daga en mi cuerpo y destrózame el corazón. Eres mi única esperanza. Ya he sufrido suficiente y estoy listo. Deja que mi cuerpo mancillado se reencuentre con la tierra. ¡Por favor, te lo suplico! Solo quiero descansar.


Pobre Montero; cruel destino el que se impuso al fin. Si algún furtivo espectador hubiera presenciado esta triste metáfora del dolor y sus tormentos no habría podido soportar la visión de aquel soldado solitario, aliado y enemigo de sí mismo, apuñalándose con furor y lágrimas siete veces en el pecho.
Sucio de barro y sangre, con la mirada en el vacío y una pierna perforada, dejó de sufrir segundos más tarde. Así sin más. En aquel rincón de un mundo sin tiempo. Recostado en su lecho de muerte. A la sombra de un ciprés.

HACIENDO AGUA, por Mitzuca Chinycó

El océano Atlántico, el río Amazonas y el lago Titicaca masticaban sus horas de ocio saboreando algunas lluvias pasajeras en la barra del petit café “Eau de toilette”, establecimiento que se encuentra en el corazón de una ciudad sin nombre, a la orilla del tiempo y bajo la mirada incierta de un dios soñador. Incansables borrachines, discutían de los más diversos temas: filosofía, metafísica, genética embrionaria, circuncisión tribal y por supuesto...

Océano Atlántico: –...entonces le dije a la muy zorra: “¡Vete al demonio, Niágara! Por lo que a mí respecta, tú y esa ramera de la triple frontera pueden tirarse a un precipicio”. Andaban paseando con Iguazú, las muy coquetas, agarraditas de la mano y todo. ¡Daban ganas de construir un dique allí mismo!
Amazonas: –¿No crees que fuiste demasiado lejos?
O.A.: –¡Ni me lo recuerdes! Las seguí cual patético faldero durante una hora completa. Al final se dieron la vuelta -¡sabían que estaba allí, maldita sea!- se rieron en mi cara y se metieron donde el estúpido de Pacífico. ¡El muy maricotas! Siempre sonriendo, siempre portándose bien, soplando suavecito, al puro oleaje calmo y constantes corrientes cálidas. ¡Le arrancaría la Polinesia entera!
Amazonas: –¡Tú lo has dicho, maremoto! Y luego, cuando vas a rendirle cuentas, te mira con esa cara de inocente bobalicón que te dan ganas de vomitarle encima todos tus desechos tóxicos.
Titicaca: –¡Y las latas de gaseosa también!
O.A. (mirando al Amazonas con cara de “ya me ocupo yo”): –Titi, querido amigo, las latas de gaseosa pertenecen al grupo de los desechos tóxicos. Tú eres aún muy dulce y pequeño para entender a fondo estas cuestiones. Pero no te preocupes; muy pronto a ti también te van a contaminar.
Amazonas: -¡Y entonces, mi querido amigo, te saldrá fuego por el culo! ¡Ja ja, ja!
O.A.: -Déjalo ya, maremoto; que si lo seguimos asustando será pura mierda lo que le salga por ese culo. ¡Ahhh, ja, ja!
Amazonas: -¡Sí, pura mierda, como la que le sale ahora por la boca! “Y las latas de gaseosa tambieeen”. ¡Jua, jua, jua! (secándose las lágrimas) Me matas, muchacho.

A Titicaca parecía no causarle mucha gracia.

O.A.: -Es una broma, Titi, no te me ofusques. Mírame a mí, maremoto: acabo de ser humillado por dos histéricas y engreídas cataratas y lo peor de todo es que –aunque no le encuentres sentido- sigo enamorado de una de ellas. ¡Maldita perra si lo serás, Niagara! (lloriqueos apasionados)
Amazonas: -Calma, compadre, cálmate por favor. No tiene nada de malo ser un chico sensible.
O.A.: -Tu lo dices porque no eres el que está llorando como bebé sin mamadera.
Amazonas: -En eso tienes razón.
Titicaca: -Pero, vamos a ver: ¿cuando se ha visto que un océano tenga que ser de piedra?
Amazonas: -El charquito habla con sabiduría.
Titicaca: -¡Oye, tú!
Amazonas: -Venga pues, mis maremotos. Dejemos atrás estos tristes temas con un brindis por las chicas y el fin del mundo.
Los tres: -¡Por las chicas y el fin del mundo!
Amazonas: -¡Eso es, cabrones! A ver, cantinero. ¡Otra ronda de frescas nubes para mí y mis maremotos! Esta vez la pago yo.

AHÍ, de Mitzuca Chinycó


21/5/08

ECCE FAUNO, por Mitzuca Chinycó

La pequeña Jazmín está tan llena de vida que a su padre, cada tanto, se le agota la paciencia.


EL JUICIO DIVINO, por Mitzuca Chinycó

Aclaración: esta historia ha sido escrita con música jazz de fondo y mucho café en primer plano. El estilo de la obra es el resultado de una atrevida fusión entre el romanticismo victoriano y las graciosas historietas de “Juanito el sapo”. Por favor, sepan disculpar.

Un jurado somnoliento está decidiendo el destino de Dios. El juicio acaba de empezar...

Cólico Renal: –¡Yo digo que lo condenen a la pena capital! ¡Es un bárbaro y un embustero! ¡No merece vivir!
Arsénico Vetusto: –Mi querido Cólico, humanamente hablando, Dios no está vivo, por lo tanto tampoco puede morir. Aquí no estamos discutiendo el hecho de si merece o no seguir existiendo. Lo que queremos averiguar es si está realmente capacitado para ejercer el papel de “Entidad Suprema” en este mundo.
Dios: –¡Pero si he sido yo quien lo ha creado!
Arsénico Vetusto: –Eso no tiene nada que ver, mi estimado amigo. Los estatutos asentados en el Manual del Buen Artista referidos a la sección “Legados y otras regalías” explicita claramente que las obras, una vez que han sido creadas, si no se las patenta en menos de 35 minutos no serán más propiedad del autor y pasan automáticamente a formar parte del patrimonio de toda la humanidad. Como abogado de la misma me veo en la obligación de recordarle el límite de sus derechos. Lo siento señor Jehová, pero es nuestro mundo.
Lucy Pher: –¡Esto es absurdo, su señoría! ¡¿Desde cuándo mi cliente y yo nos hemos regido por las normas?! ¡Exijo una revisión de la Historia!
Juez: –Eso no va a ser necesario, señorita Pher. La decisión sobre este punto ya ha sido tomada. El mundo, al menos el que ha sido creado por el acusado, pertenece a la humanidad en su totalidad, y a nadie más.
Escherichia Coli: –¡Eso es injusto! ¡Los humanos acaban de llegar y ya se quedan con toda la torta!
Juez: –Señor Coli, por favor, un poco de coherencia de su parte. Los conceptos de Dios, Torta y Humanidad son todas creaciones del hombre. Usted como bacteria está totalmente fuera de su jurisdicción. ¿Quién dejó entrar a este revoltoso? Por favor, retírenlo de mi sala.
Escherichia Coli (mientras es arrastrado por dos corpulentos policías hacia la puerta de salida): –¡Me vengaré! ¡Juro que se arrepentirá de esto, su señoría! ¡La próxima vez que estornude se acordará de mí! ¡Arriba los microbios!
Juez: –A partir de ahora no quiero más interrupciones. ¿Cómo se declara el acusado?
Lucy Pher: –Inocente, su señoría. Dios no ha hecho nada.
Arsénico V.: –Señor Juez, pido a la defensa que no contradiga las declaraciones de su cliente.
Dios: –En eso estoy de acuerdo, su señoría. (Dirigiéndose a la señorita Pher) ¡¿Qué estás haciendo Lucy?!
Lucy Pher: –Tranquilo Jeho, todo esto es parte de mi diabólico plan.
Arsénico V.: –Quisiera llamar a mi primer testigo.
Juez: –Adelante, abogado.
Arsénico V.: –Quisiera llamar al estrado al señor Sócrates.
Concurrentes: –¡Ohhhhhh...!

Entra Sócrates con cara de alguien que está a punto de cometer un error.

Extra: –¿Jura decir algo que se parezca a la verdad, no toda por cierto porque sería muy complejo, y algo más que la verdad como ser algún chivo expiatorio o falsa coartada inteligentemente elaborada?
Sócrates: –Déme un minuto y le contesto.
Arsénico V.: –Señor Sócrates, ¿por qué no nos cuenta usted lo que sabe?
Sócrates: –Yo no sé nada. Es lo único que sé.
Arsénico V.: –¡Vamos hombre, un filósofo de su prestigio algo tiene que saber!
Sócrates: –Le juro que no sé nada, y ya eso me costó toda la vida descubrirlo.
Arsénico V.: –Por favor, señor Sócrates, no me haga quedar en ridículo.
Sócrates (sollozando como niña chiquita): –¡Lo digo en serio! O acaso usted cree que me divierte. Toda una vida dedicada al pensamiento profundo y lo único que he sacado en limpio es que no tengo la menor idea de nada. ¡Oh, vil tragedia la mía! ¿Por qué me hace pensar en mi desdicha? ¡Quién es usted para revolver así en mis tormentos! ¡Que, no ve que estoy sufriendo!
Arsénico V.: –¡Oh, Dios mío!
Dios: –¿Sí?
Juez: –Señor Vetusto, por favor, controle a su testigo.
Arsénico V.: –Está bien, está bien, señor Sócrates. No más preguntas. De todas formas le agradezco en nombre de todos aquí presentes su aporte a la sabiduría universal de los últimos dos mil años.
Descartes: –“Dudo, luego existo”. Menudo idiota.
Juez: –¿Cómo dice, señor Descartes?
Descartes: –¿Qué? No, nada. Disculpe, su señoría.
Juez: –Bien, prosigamos. Señorita Lucy, ¿desea usted hacerle alguna pregunta al señor Sócrates?
Lucy Pher: –Déjelo ir, su señoría. El pobre se ha orinado en los pantalones. Quisiera llamar a un nuevo testigo.
Juez: –Adelante.
Lucy Pher: –Quisiera llamar al estrado al señor Zeus.
Concurrentes: –¡Ohhhhhh...!

Un hombre en cueros con un tridente en la mano derecha y una hermosa barba blanca en la izquierda atraviesa la sala con majestuosa pompa y toma asiento como lo haría el más grande de los dioses griegos. Parece estar muy seguro de sí mismo.

Zeus: –Buenas.
Extra: –Señor Zeus, ¿jura que la verdad es una, solo una y nada más que una?
Zeus: –Lo juro, pero éste es sólo mi punto de vista.
Lucy Pher: –Buenas tardes, señor Zeus. Está usted aquí presente para dar testimonio directo de las facultades creativas y las buenas intenciones de su colega el señor Dios.
Zeus: –¡Oh sí, claro! En qué lío te habrás metido ahora, pequeño rufián. Ja ja ja! Solía llamarlo así cariñosamente en los días de la Academia, ¿verdad, Jeho? Él estaba un par de años debajo mío, a parte del que repitió por culpa de ese estúpido profesor de “Vida Inteligente I”, ¿cómo era su nombre?
Shiva: –¿Te refieres al maricotas de Ético Conciencia?
Zeus: –¡Menudo cabrón! Nos obligaba a reflexionar sobre nuestros actos, el muy babitas. En los círculos mitológicos incluso se decía que era un rebelde de izquierdas, enseñando subrepticiamente todas esas bobadas acerca de la moral divina. Triste historia, creo que terminó siendo despedido. En fin, de todas formas nos hicimos muy amigos tú y yo, ¡¿verdad que sí, muchacho?!
Dios: –Solías mojarte el dedo y meterlo en mi oreja.

Lucy Pher: –Y dígame usted, Gran Zeus, ¿cómo era Dios de pequeño? ¿Era un buen muchacho? ¿Estudioso? ¿Hacía sus deberes?

Zeus: –Oh, sí, mucho y muy bien. Era un niño aplicado y muy correcto.

Arsénico Vetusto: –Señor Zeus, le recuerdo que está usted bajo juramento.

Zeus: –¿Eh? Ahh... bueno, a decir verdad era bastante malcriado.

Lucy Pher (visiblemente ofuscada): –Está bien, señor Zeus. Gracias por su colaboración.

Zeus: –Y solía hurgarse la nariz todo el tiempo. Era un tic que...

Lucy Pher: –¡Señor Zeus, ya es suficiente!

Zeus: –Lo siento Jeho, si no digo la verdad pueden regresarme a la jaula y tu sabes que...

Lucy Pher: –¡He dicho que ya está bien! No más preguntas, su señoría.

Concurrentes (abucheando agitadamente, más por divertirse que por auténticas convicciones políticas): –¡Buuuuuhh! ¡Volvé al Olimpo, fracasado! ¡Buuuuuuhh! ¡Delincuenteeee! (risas)

Juez (golpeando con su martillo en la cabeza de Zeus): –¡Orden en la sala! ¡Orden en la sala! ¿Señor Vetusto?

Arsénico V.: –No haré preguntas, su señoría. Creo que el señor del tridente y la barba sospechosa ha dicho todo lo que hacía falta.

Juez: –¿Desea llamar a su siguiente testigo?

Arsénico V.: –En efecto. Muchas gracias, su señoría. Mi próximo testículo es...

Juez: –Perdón, señor Vetusto, ¿ha dicho usted “testículo”?

Arsénico V.: –¡Por supuesto que no, su señorísima! ¿¡Cómo se le ocurre tal cosa?!

Beethoven: –Sí que lo ha dicho. Lo escuché muy bien.

Salieri: –¡Cállate Ludwig, viejo sordo y engreído! Tú apenas si escuchas los quejidos de tu ego.

Silencio por parte del señor Beethoven, quien parece no haberse dado por aludido.

Salieri: –¿Lo ven? Sordo como una tapia.

Beethoven: –Seré sordo, pero a ver cómo te va para superar cualquiera de mis sinfonías. ¡Incluso la segunda está por muy encima de tus garabatos de niño mimado! Y mejor ni hablemos de Amadeus.

Salieri: –Garabatos de niño mim… ¡Maldito enano del demonio!

Lucy Pher: –Siempre termino involucrada.

Juez: –¡Orden en la sala!

Beethoven: –El nene está enojado porque su papi no le enseñó el piano a los latigazos como debe ser. Vulgar imitador.

Salieri: –¡Te mataré Beethoven, juro que te mataré!

Juez: –¡Maestro, por favor!

Salieri: –¡Sanguijuela putrefacta! ¡Te ahorcaré con mis propias manos!

Lloriqueos histéricos por parte de este conocido aunque mediocre compositor.

Juez: –¡Orden en la sala! No toleraré amenazas más allá de las estrictamente necesarias. Llévenselo muchachos.

Salieri es retirado de la sala violentamente. Sus chirridos y patadas nos recuerdan a los de Escherichia Coli de hace sólo unos momentos atrás.

Juez: –¡No quiero más interrupciones! ¡Al próximo que interfiera lo condenaré al sudor eterno!

Silencio profundo.

Juez: –Señor Vetusto, si es tan amble.

Arsénico V.: –En efecto, su señoría. Antes que nada, quisiera mostrarle al jurado algunas pruebas -si me permiten decirlo- “contundentes” acerca de la reprensible incompetencia del acusado.

Seguidamente vemos al señor Vetusto extraer de su maletín una gran plancha de piedra que al parecer contiene grabadas algunas frases ilegibles.

Arsénico V.: –Ante ustedes damas y caballeros, ¡la piedra filosofal!

Leonardo da Vinci (visiblemente desilusionado): –¡Esa es la Tabla de los diez mandamientos, ignorante!

Arsénico V.: –¡Ahá! La Tabla de los diez mandamientos. Muchas gracias señor Vinci por su sabia aclaración. Pero déjeme decirle una cosa: si mal no recuerdo, la piedra filosofal es aquella con la cual el hombre sería capaz de convertir los metales simples en oro, el mineral más preciado de la tierra. Pues bien, su señoría, distinguidos miembros del jurado, personas, conceptos y entidades sobrenaturales aquí presentes: lo que ustedes llaman la “Tabla fundamental”, yo la llamo la “Piedra filosofal”, el pedazo de roca que ha permitido a una porción minoritaria de la humanidad convertir los sueños y esperanzas de las masas oprimidas e ignorantes (miradita furtiva a Leonardo) en puro oro de la mejor calidad. Dinero y propiedades a unos pocos en virtud de la característica más reprochable que posee el ser humano: una exagerada y antinatural obsesión por el poder. Obsesión que ha sido alimentada con estas simples reglas “sagradas” producto de una mente superior perversa, o en el mejor de los casos, irresponsable. Son estas diez sencillas consignas las causantes de innumerables remordimientos, humillaciones, rebeliones, laceraciones y sobretodo, injusticias irónicamente ejecutadas en nombre de una Ley que no acepta devoluciones.

Lucy Pher: –¡Protesto, su señoría! ¡Protesto rotundamente! Lo que mi colega está olvidando convenientemente aquí es un pequeño pero crucial concepto compuesto de tres únicas palabras. Protesto nuevamente y reclamo una exposición de mis argumentos de la mano de mi próximo testigo. ¡Estimadísimo Juez, en nombre de la defensa, llamo a ocupar el estrado al honorable Libre Al Bedrío!

Juez: –Protesta a lugar. Más le vale que esto sea bueno, señorita Pher.

Lucy Pher: –Descuide, su señoría, le prometo que con esta vil treta no lo voy a decepcionar.

Un sujeto bajito y con apariencia de timidez crónica, vestido con un modesto pero prolijo traje gris de media tarde, hace su entrada silenciosamente y se aproxima, recto y sumiso, al estrado de los testigos.

Extra: –Señor Bedrío, ¿jura mentir acerca de la verdad, mentar acerca de la verdura y nadar mas allá de aquel verde vespertino?

Libre Al Bedrío: –Haré lo posible.

Lucy Pher: –Mi querido Al, ¿cómo te encuentras hoy?

Libre A. B.: –Un tanto arrepentido, pero gracias por preguntar.

Lucy Pher: –Al, tú y yo hemos recorrido un largo camino juntos, ¿no es así?
Libre A. B.: –Así es, señorita Lucy.

Lucy Pher: –Casi se diría que somos como hermanos.

Libre A. B.: –Bueno, en rigor lo somos. Recuerde que fue Dios quien nos engendró.

Lucy Pher: – Tienes toda la razón. Somos hijos de un mismo padre. La pregunta es ¿somos hijos de una misma madre?

Juez: –Señorita Pher, por favor, ¿le molestaría ir al grano?

Lucy Pher: –A eso iba, su señoría. Me disculpo una vez más. Mi querido Al, ¿podrías aclararnos cuál es exactamente tu función como funcionario público de las Ordenes Celestiales?

Libre A. B.: –Básicamente soy un concepto cuya función principal es recordarle a los humanos que si bien ellos se rigen bajo unas estrictas normas burocráticamente determinadas “sacras”, también poseen una naturaleza libre –de ahí mi nombre de pila– que les otorga la posibilidad de actuar según sus propios criterios. A condición claro, de que se atengan a las consecuencias dictadas post-mortem.

Lucy Pher: –Déjame ver si te he comprendido bien. ¿Dices que los humanos deberían obedecer ciertas reglas, pero no tienen que hacerlo si no lo desean?

Libre A. B.: –A condición de que se atengan a...

Lucy Pher: –Sí, sí, sí. A esas ridículas consecuencias postmodernas.

Libre A. B.: –Post mort…

Lucy Pher: –Pero ahora yo me hago la siguiente pregunta: de existir sólo esa libertad de acción de la que nos hablas, sin control ni supervisión de ningún tipo, ¿qué clase de mundo loco sería éste?

Arsénico V.: –¡Protesto! Su señoría, da la casualidad de que tengo aquí, en mi maletín, datos y fechas precisas que indican que el señor Libre Al Bedrío es una invención posterior a los diez mandamientos, creada astutamente por el acusado para justificar los desbarajustes de su gestión política en el departamento de “Pecados y Tentaciones”.

Lucy Pher: –No mezclemos las cosas, señor Vetusto; de las tentaciones me encargo yo. Seamos coherentes con las acusaciones o me veré obligada a pedir una total revisión de las mismas. En cuanto a la época de emisión de mi querido amigo aquí presente, esos datos de los que usted habla jamás han sido comprobados fehacientemente por delegación teológica ni académica de ningún tipo.

Juez: –Protesta denegada.

San Francisco de Asís: –¡Es buena la muy zorra !

Marqués de Sade: –Te lo dije. Hace que tenga ganas de meter mano en mis propios pantalones y toquetear un poco a este miem...

Madre Teresa de Calcuta: –¡Oh, cállese, jovencito asqueroso! Debería darte vergüenza.

Marqués de Sade: – Perdón madre, no volverá a suceder (sonrisita picaresca dirigida a San Francisco)

Juez: –Señor Vetusto, ¿desea usted hacerle alguna pregunta a nuestro testigo?

Arsénico V.: –Sí, su señoría, hay algo que siempre quise saber. ¿Señor Bedrío?

Libre A. B.: –¿Sí?

Arsénico V.: –Señor Bedrío, ¿es usted homosexual?

Lucy Pher: –¡Protesto!

Y así fueron pasando las horas, testigo tras testigo...

Arsénico V.: –Señor Mandamiento, ¿Sexto no es así?

Noveno M.: –Sexto es mi nombre, sí.

Arsénico V.: –Señor Sexto, ¡¿Es cierto que ha sido usted creado con el fin de martirizar, torturar y, en fin, castrar al hombre honrado y sediento de nuevas experiencias?!

Noveno M.:¡Les juro que no fue idea mía! ¡Ellos me obligaron! (señalando a una pandilla de barbudos insurrectos en el fondo de la sala, compuesta por Moisés, Jesús y Mahoma)

Moisés: –¡Date por muerto, estúpido bocón!

... tras testigo...

Lucy Pher: –Señorita Mama, dice usted ser la amante del señor Jehová.

Concurrentes: –¡Ohhhhhh...!

Pacha Mama: –Caramelito y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, y el siempre fue muy cariñoso conmigo. Tuvimos nuestras peleas claro, como cualquier pareja normal, pero...

Darwin: –¡Prostituta!

Juez: –¡Orden en la sala!

... atrás te digo...

Arcángel San Gabriel: –... y entonces me acerqué lentamente hacia donde ella se encontraba y comprobé agradecido que el sedante había dado resultado. Corrí muy suavemente las sábanas y me dispuse a desabrochar los botones de aquel fino e inmaculado camisón de lana entretejida. ¡Olía tan rico!

Arsénico V.: –¿Podría decirme cuántas veces ha violado a una mujer indefensa, señor Gabriel?

... tras el trigo.

Judas: –¡Yo no soy un soplón! He vivido con esta mentira por mucho tiempo, pero ya no aguanto más. ¡¿Quieren que les diga la verdad?!

Concurrentes (emocionados): –¡Sííí!

Judas: –El que delató a Jesús fue...

San Pablo: –¡No lo hagas, Judas! ¡Nos hundirás a todos!

Las cosas se habían puesto muy densas y nadie sabía cómo iba a terminar todo aquello.

Arsénico V.: –Para finalizar quisiera llamar a mi último testigo, tal vez el único que nos pueda revelar las respuestas a tantas preguntas. ¡Le pido al acusado, el señor Dios, que se acerque al estrado!

El Príncipe Valiente: –¡Ohhh...! Perdón.

Extra: –Señor Jehová, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

Dios: –Yo soy la verdad.

Todos menos el Príncipe Valiente: –¡Ohhhhhh...!

Arsénico V.: –Señor Jehová, Dios de los judíos, islámicos, católicos y derivados de menor alcurnia...

Lutero: –¡Oiga usted!

Arsénico V.: –Ya que no sólo parece tener la verdad, sino que alega ser ella misma (en ese momento, y aunque nadie lo nota, la Verdad pasa silbando despreocupadamente por la acera que se ve desde los grandes ventanales de la sala), ¿por qué no nos ilumina con una declaración… yo diría más bien una “confesión” de los hechos desde...

Lucy Pher: –¡Protesto, su señoría! La subjetividad en el uso de los términos por parte del señor Vetusto es intolerable. ¿Quien se cree que es usted, abogaducho de segunda, para hablarle así a esta pobre y asustada entidad superior que lo único...

Juez: –¡Suficiente, señorita Pher! Protesta denegada. Estamos aquí para dictar un veredicto definitivo, y eso significa llegar hasta las últimas consecuencias si así resulta necesario. Además me estoy haciendo y hoy no me pusieron mis pañales con ositos. Prosiga, señor Vetusto.

Arsénico V.: –Muchas gracias, su señoría. Como le iba diciendo...

Dios: –Está bien, está bien. Hablaré, pero por favor dejen de gritar que asustan a mi mascota (efectivamente, a Moby Dick se la veía aterrada). ¡Oh, yo mismo! Nunca pensé que este momento llegaría alguna vez. Pero supongo que es hora de que les dé algunas explicaciones. Verán... cuando ideé este mundo yo aún era muy joven. Tenía muchas dudas y estaba pasando por un momento difícil de mi existencia. Ya conocen a los adolescentes; creen saberlo todo pero en el fondo no son más que unos niños temerosos e indecisos. La verdad es que cuando me propuse crear la Tierra, mi idea había sido simple y a la vez maravillosa: un mundo lleno de vida y color. Un lugar donde todas las criaturas tuvieran la oportunidad de existir durante un tiempo y disfrutar lo más posible de la experiencia. Conocía los riesgos que involucran las reglas de la cadena alimenticia, pero ustedes en mi lugar, ¿qué habrían hecho? ¿Lechuguita para todo el mundo? Eso habría sido muy injusto, sobretodo para las lechugas. Además necesitaba darles independencia, dejar que ellos mismos se abastecieran y diversificaran. Yo solamente quería ser un espectador. Y lo fui durante mucho tiempo. Hasta que un buen día...

Tiranosaurus Rex: –¡Llegaron los dinosaurios!

Dios: –No, mi querido Rex, ustedes fueron grandes y fuertes, pero en el fondo inofensivos. Yo me refería a los humanos.

Mamífero primitivo: –¡Te lo dije, lagartija!

Dios: –Los humanos no son muy distintos del resto de los seres vivos. Comen, duermen, respiran, se reproducen, incluso hacen la cacona como todos los demás. Están hechos de los mismos materiales y son tan frágiles como la ameba o el orangután; viven tan solo unos pocos años y les gusta curiosear. Eso sí, saben ser inteligentes cuando hacen el esfuerzo por serlo. Pero lo que realmente los hace tan especiales no es el hecho de pensar más ni saberse víctimas de un presente continuo y cambiante a la vez. Tampoco tiene que ver con la distinción que han creado entre lo que está “bien” y lo que está “mal”. Mucho menos es el resultado de su inagotable variedad como miembros de una raza única, aunque multicultural y sumamente creativa.

Adolf Hitler: –¡Fascinante!

Dios: –Todo eso vino mucho después. Lo que en vardad hace que los seres humanos sean diferentes del resto de mis criaturas es la eterna convicción de que yo existo; de que efectivamente, deambula por allí un Dios. Fue esa convicción la que... Verán, independientemente de que sea o no real, el concepto de "dios" es un producto que siempre ha surgido en sus propias conciencias, gritando desde lo más profundo de su tozuda ignorancia. Yo sólo les di lo que ellos querían tener. Soy lo que ellos quieren que sea, y hago lo que ellos quieren que haga. Al final de cuentas, es la única manera de seguir figurando. No sé si esto es lo correcto; sólo espero que me entiendan.

Ustedes se preguntarán qué fue lo que pasó después; ¿acaso el Único fue juzgado finalmente? ¿Y qué hay del veredicto? Tal vez quieran saber cuál fue el castigo en caso de que lo haya habido y se dirán a sí mismos: ¿merecía realmente ser juzgado?

Queridos amigos, todo ello está muy bien, pero no esperen encontrarlo en esta historia. El final es un problema de ustedes. ¡Que cada uno haga de Dios lo que cada uno quiera! Después de todo, esa ha sido, es y será por siempre, la más justa de sus condenas.

MMM, por Mitzuca Chinycó


LOS ECLÉCTICOS Y LOS EXPERTOS, por Niko Gadda Thompson

“Mi tormento ha sido –y es- no tener un alma multiforme y ubicua para poder vivir muchas vidas vulgares e ignoradas.” Asorín, escritor y baluarte de la bohemia española.

Lamento decir que soy de esa clase de necios que se pasan el día dividiendo a las personas según dos rubros cualquiera aunque bien definidos. Es como un deporte. Un deporte tonto y simplista pero, en fin, no crean que con esto intente justificarme. Están, por ejemplo, los que adoran la playa y están los que son más de montaña; están los chicos diurnos y los nocturnos; están los hombres que, a la hora de la verdad, prefieren un buen par de tetas y estamos los que sabemos que, si las nalgas son deliciosas, gran parte del cuerpo (piernas, cadera, cintura) también lo será; están las inglesas con cara de chanchito y las con cara de pajarito, están las guarras y las frígidas, los que comen achuras y los que no son argentinos, los que al final de una estirada enumeración culminan con “y un largo etcétera” y aquellos que se rompen la cabeza un poco más para diferenciarse con algún giro linguístico que sorprenda... y un largo etcétera.
Una de mis polaridades preferidas es la que he dado en llamar “Eclécticos vs. Expertos”, o sea, los que abarcan mucho y aprietan poco y los que, pues, hacen lo contrario. Ya desde pequeño me di cuenta que la mía ha sido siempre la primer opción. Soy demasiado curioso y me distraigo fácilmente, dos cualidades que se complementan a la perfección dando como resultado un eterno moebius de entusiasmo y renuncia. De ahí que uno abarque mucho, pero claro, apriete poco.
El sistema social en el que vivimos, mucho más moderno aún (sin ese “pos” delante tan canchero) de lo que a muchos les gusta pensar, no permite demasiada libertad de juego a estos denominados “eclécticos”, porque la onda de picotear aquí y relamer allá no va con el concepto (y la realidad práctica) de la especialización, eslabón fundamental en la gran cadena de la industria y el consumo que domina nuestra actual existencia.
En un mundo con cada vez más personas dentro, con más competencia, menor capacidad de asombro y, sobretodo, una rotunda necesidad de miniaturizar nuestro horizonte vocacional para -hablemos claro- ser “tomados en serio” a la hora de conseguir empleo, los eclécticos estamos alegremente perdidos. Y es lógico: cada disciplina, ya sea científica, incluso artística u profesional en general, abarca por sí misma un territorio tan vasto en posibilidades que, irónicamente, sólo nos resta elegir una y olvidar a las demás.
En mis días de universitario (¡cuán lejos me siento ahora de todo eso!) conocí a un biólogo molecular –y profesor nuestro- que hasta la fecha había dedicado veinte años de su vida al estudio de una sola proteína, y esto fue hace ya más de diez (me juego un testículo a que aún sigue con la misma). Claro, aquel gran hombre nos contaba que, si lograba llegar a donde él pretendía, la cosa podría desembocar en el mitológico premio Novel (de hecho, ya se ganó el Antorchas). Y de ahí lo maravilloso de ser un “experto”. Así y todo, se necesita pasión y perseverancia para lograr que lo que uno hace (lo que uno no puede dejar de hacer, en estos casos), redunde en logros y méritos inalcanzables de cualquier otra forma. Esa el la sangre y la carne del experto.
Un señor muy sabio, aunque anónimo, solía decirme que toda esta “locura productiva” recibe su energía de los altos niveles de obsesión que muchos poseen y necesitan canalizar a toda costa: “En la guerra por controlar el mundo, espetaba risueño, los psicóticos (psicópatas, en una jerga más mundanal) son los líderes, los obsesivos sus más fieles y prolíficos vasallos, y el resto de la plebe torpe e indecisa, los neuróticos que todo lo dudan y por eso necesitan a los primeros para que les digan qué hacer y a la oferta de consumo masivo para apaciguar lo inmediato de una angustia que, en el fondo, jamás se tomará descanso.”
El sistema en el que vivimos es caótico y muy injusto, pero existe –de alguna manera- una especie de orden implícito, el cual surge como resultado de lo que somos y de cómo nos relacionamos con los demás. Tenemos que aceptar que nuestra propia y “volátil” naturaleza no nos haría fácil diseñar (y mucho menos, mantener) nuevas estructuras de sociedad en las cuales se privilegie a aquellos que no sentimos una pasión desenfrenada por algo en particular, sino que flotamos por la vida buscando, encontrando, descartando y volviendo a empezar.
Hoy en día está bien visto que uno diga: “No hay nada que me apasione tanto como la danza acuática sincronizada. Mi vida es la danza acuática sincronizada. Si no pudiera nadar sincronizadamente, no sé qué sería de mí.” Volvemos a lo mismo: está muy bien ser un especialista en algo, amarlo más que a tu propia madre y dedicar tu vida a superar los límites más inesperados. ¡Pero eso es cosa de obsesivos! Y hay muchos de nosotros que no somos así. Nada nos desvive tanto como para anular al resto. La vida también puede ser, y es, una sucesión de pequeñas pasiones, alimentadas y abandonadas según los caprichos de nuestra voluntad. ¡Leonardo Da Vinci, señoras y señores, el icono de la pro actividad, la inventiva y el entusiasmo (tres pilares del ideal laboral actual) casi nunca terminaba los proyectos que emprendía!
Yo entiendo que algunos puedan discrepar diciendo: “Ser disperso es una debilidad propia de aquellos que carecen de convicción, perseverancia, sentido de logro y satisfacción a largo plazo.” ¡Y tienen razón! Pero da mucha rabia cuando te lanzan eso de que “sos un nene malcriado y caprichoso que todo lo quiere ya y como no puede tenerlo, renuncia”. Porque la renuncia también pasa por otro lado. Sucede algo parecido con el tema de las parejas; si uno no puede mantener una relación por más de un período estándar (digamos, un año), eso quiere decir que uno es un infantil picaflor atrapado en la adolescencia crónica, y no un tipo que sencillamente se toma muy en serio aquello de “amar y ser amado”, algo tan fabuloso como difícil de alcanzar.
Nosotros los eclécticos nos aburrimos, nos cansamos, comprobamos una y otra vez que aquello que en un principio nos parecía grandioso (principio que, por definición, está gobernado por la fe y la ignorancia), con el tiempo puede resultar no serlo tanto y punto, se acabó, a otra cosa. En una palabra: uno se decepciona. Y también se decepciona de sí mismo, porque entiende que en este mundo tan complicado e imposible de aprehender, renunciar una y otra vez es infantil, significa “empezar de nuevo” de nuevo, encontrar coraje donde sólo proliferan las dudas, seguir respirando y con las manos vacías. Esa es la cruz del ecléctico.
Así y todo, yo les aseguro que la renuncia es tan infantil y angustiante como lo es la obsesión. La primera consigue que no termines. La segunda, que no puedas escapar. La una, un placer doloroso. La otra, un dolor placentero. Aquella que sufre la condena social, no se ahoga en una más personal y profunda, porque la autoexigencia desmedida -muy propia de los obsesivos- es una de las fuerzas provocadoras de ansiedad y angustia más poderosas que existen.
Nadie escapa a la frustración. El deseo eterno de lo que no se ha conseguido aún, es una bestia polimorfa e inagotable. Pero por suerte existe el tiempo, y con él la muerte, esa promesa del “no yo” que nos obliga, de vez en cuando, a cobrar perspectiva y ver el cuadro completo por encima de nuestras locas existencias.

Steve Jobs (Apple, NeXT, Pixar) dijo una vez lo siguiente: “La muerte es el mejor invento de la vida”. Trataré, con sus palabras, de proporcionarles el contexto.


Yo nunca me gradué… después de 6 meses de carrera, abandoné los estudios
porque encontraba absurdo gastar los ahorros de mis padres (adoptivos) de toda
una vida en algo que no me convencía. No tenía idea de qué es lo que
quería hacer, y menos aún de cómo la universidad me iba a ayudar a averiguarlo…
Al principio me dio miedo pero, mirando hacia atrás, fue una de las mejores
decisiones que jamás he tomado.
En ese momento dejé de asistir a las clases
que me parecían tediosas y me concentré en las que sonaban interesantes… Me
encantó. Y muchas cosas con las que me fui topando al seguir mi curiosidad e
intuición, resultaron invaluables con el tiempo.

Aquí cuenta el ejemplo del curso (auto sugerido) de caligrafía que se daba en la universidad. “Nada de esto parecía tener ni la más mínima aplicación práctica en mi vida.” Su atracción por las distintas y milenarias formas de escritura, sumado al sutil arte implícito en dicha disciplina, redundó años más tarde en la creación de las primeras y exclusivas caligrafías para pantallas marca Apple (serif, sans serif, etc.), a partir de las cuales surgieron todas las demás. Y sigue:

Por supuesto, era imposible conectar los puntos mirando hacia el futuro cuando
estaba en clase, pero fue muy, muy claro al mirar atrás diez años más tarde...
Así que tienes que confiar en que los puntos se conectarán alguna vez en el
futuro. Tienes que confiar en algo, tu instinto, el destino, la vida, el karma,
lo que sea. Porque creer que los puntos se unirán te dará la confianza de seguir
a tu corazón, aún cuando esto te aleje del camino “correcto”. Esa forma de
actuar nunca me ha dejado tirado, y ha marcado la diferencia en mi
vida.


Tal vez les suene un poco cursi todo esto, mis queridos lectores, pero piensen en éste como lo que es: un fragmento de la conferencia (sencilla y brillante) que dio Mr. Jobs a los alumnos de la Universidad de Stanford durante su ceremonia de graduación enn el 2005 (si lo quieren ver completo, vayan al Youtube y pongan “Steve Jobs Stanford”). ¡Nada menos que el gran Steve! El tipo que iba a la oficina descalzo; el visionario que inventó Apple (y con ésta, las gloriosas Macintosh), la desarrolló hasta convertirse en una compañía inmensa, ¡lo echaron! (difícil de explicar, pero cierto) y, como no tenía otra cosa que hacer, formó una familia según él “maravillosa” (lo cual tampoco es nada fácil) y creó dos compañías más, NeXT y Pixar: “Había cambiado el peso del éxito por la ligereza de ser de nuevo un principiante, menos seguro de las cosas. Me liberó para entrar en uno de los períodos más creativos de mi vida”. Con NeXT volvió al universo Apple y lo reflotó del abismo en el que había caído durante su ausencia. Con Pixar, hicieron “Toy Story” -el primer largometraje animado con tecnología digital- y el resto es “his story” (por favor, disculpen la ocurrencia).
Homenajeando las palabras de Steve, tal vez los “puntos” de mi vida, y los del resto de mis camaradas eclécticos, se terminen uniendo para formar un cuadro coherente y productivo que canalice, por una misma vía, toda esa angustia creativa. O tal vez no. Por el momento sólo me resta seguir adelante, confiar en mí mismo y terminar este artículo, este somero artículo que ya me está aburriendo un poco y del cual muy pronto me pienso escabullir.


Los Millennials

El artículo que acaban de leer lo escribí en algún momento del año pasado y, hete aquí, que el otro día cae en mis manos una nota sobre los llamados “Millennials”. Creo que nací 15 o 20 años antes de tiempo… Les cuento un toque de qué se trata:

Si bien “algunos los consideran parte de la Generación Y (los que tienen entre 23 y 34 años), y muchos son hijos de la llamada Generación X, que hoy tienen entre 35 y 43 años”, con el tiempo se han ganado su propia denominación –Millennials- y está claro que no sólo pertenecen a una movida distinta de las anteriores, sino que estamos hablando de un fenómeno mundial.
Se trata de una generación de jóvenes “sobreestimulados, saturados de actividades desde la niñez, que buscan la satisfacción inmediata, pero no son rebeldes como los baby boomers o escépticos como la Generación X, sino más bien optimistas y muy colaboradores. La cultura wiki (por Wikipedia) les sienta mucho mejor que la hipercompetitividad de las generaciones anteriores.”

“Hay dos máquinas que nunca se apagan en esta casa: la heladera y la computadora.”

Características principales de los Millennials (citadas también de la nota):

· Sus padres fueron víctimas del downsizing (las reestructuraciones que a nivel global se produjeron en los 90) y tuvieron que sobrevivir atendiendo un quiosco o manejando un taxi luego de haber trabajado 15 años o más en una compañía. Por eso, los millennials no creen en el esfuerzo, prefieren los horarios flexibles y buscan nuevas experiencias todo el tiempo.
· Los jóvenes de esta generación priorizan un buen grupo de trabajoy un ambiente relajado. No se sienten fieles a la empresa. Quieren tener menos ataduras y aprovechar las oportunidades. Por eso no dudan en renunciar para tomarse un año sabático, hacer el viaje que siempre soñaron o probar suerte en otra actividad que les resulte más estimulante.
· La mayoría (3 de cada 4) de los que eligen una carrera universitaria, lo hacen por gusto personal y no por la “supuesta” salida laboral. Mucho menos por mandatos paternales.
· Aunque son grandes usuarios de tecnología, los adolescentes suelen desconocer la jerga que utiliza la industria. Términos como comunidad virtual o Web 2.0 no les dicen absolutamente nada; sin embargo, muchos de ellos usan Facebook, My Space, Blogger y MSN. Esto sucede porque no ven la tecnología como una entidad aparte, sino como algo natural que es parte de sus vidas.

“A diferencia de la Generación X (la primera en sufrir los divorcios, las familias ensambladas y el ocaso de la "fe en un mañana mejor") y a diferencia de los jóvenes Y (hiperatareados y competitivos), los millennials se toman todo con más calma. Se les critica que viven el presente sin ahorrar o preocuparse por el futuro. En líneas generales, han crecido con mayor diversidad y libertad, están convencidos –y esto es muy grosso- que hombres y mujeres están en pie de igualdad (sus papás los han bañado y cambiado los pañales mientras mamá trabajaba) y el acceso a nuevas tecnologías les permite tener amigos en países lejanos y con culturas diferentes. A diferencia de sus padres, ya no consideran la estabilidad laboral como un valor ni se esfuerzan en buscarla. Viven en un mundo líquido, como describe el filósofo Zygmunt Bauman, donde nada es sólido ni permanente. Una primera camada está llegando a las universidades y al mundo del trabajo, provocando cambios en las estructuras y organizaciones.”

Como podrán notar, se viene una ola de “eclécticos” que seguramente modificará, no sólo los detalles de la moda y las tendencias en general, sino muchas de nuestras convenciones culturales más arraigadas. De aquí en más sólo resta especular.

¡Vivamos, veamos y dejémonos de hablar!

20/5/08

EL ETERNO BIENVENIDO, por Vincent Von Streitsen

Apareció de repente. Silbando bajito. Directo de la nada.

Caminaba como un gorrión, dando pasitos microscópicos pero a una velocidad sorprendente. Ligeramente encorvado, con las manos en los bolsillos y la mirada al suelo, siempre al suelo, mascullaba la misma tonada una y otra vez, y parecía una distinta cada día. Cuando despertaba, ceñudo y despeinado, sus cabellos nevados eran como ráfagas de una pétrea tormenta polar. Permanecía sentado y en silencio durante dos o tres minutos hasta que, satisfecho, inauguraba el tarareo de una nueva melodía, manteniéndola infatigable durante el resto de la jornada como lo haría con su esposa un burgués conservador. “Melo-día, la canción del día” decía siempre sonriendo. Era un viejito muy simpático, perteneciente a una raza especial de hombres, aquella que entre otras muchas virtudes, posee la habilidad de alegrarnos la mañana.
Siempre estaba fumando su larga y exótica pipa de espuma de mar, “el único gran placer que he encontrado como epílogo de aquel otro al cual mis años ya no le hacen tanta justicia”. Usaba sus dos piernas para llegar a todos lados, nunca se lo veía en el tren o el colectivo, salvo cuando hacia allí mismo se dirigía. Le gustaba pararse en el medio de algún agotado vagón lleno de oxidados pasajeros y así, sin más, abrir un discurso. Simplemente daba rienda suelta a sus ideas. Improvisaba mentiras apasionantes, le quitaba el polvo a las viejas historias de aventuras autobiográficas, maquillaba rumores y jugaba con el presente a la misma vez, alternando comentarios picarescos sobre la “eterna actualidad”, como él solía llamarla, con la mofa de alguno de los paisanos presentes y el tono lúgubre y sereno que impostaba frente a una anécdota llena de dolor y penurias pasadas.
Nadie sabía de donde venía ni cual era su verdadero origen. Escuchábamos su extraño acento folklórico con la constante incertidumbre del ignorante que jura tener la respuesta en la punta de su lengua. Recuerdo aquella vez en la que una discusión por el estilo casi termina a los puñetes entre dos férreos contrincantes lingüísticos: un joven ejecutivo de la alta alcurnia, que apostaba por Rodas como la tierra natal del cuestionado, y un vagabundo de cabellos crispados y gordura episcopal, quien no permitía ninguna otra conjetura que no situara los orígenes de este insólito personaje en la cuenca del Orinoco. “Pobres diablos –dijo él al enterarse– se preguntan de dónde vengo sin siquiera saber hacia dónde van.”
Como era de esperarse, tampoco nadie conocía su nombre. Al principio, algún mozuelo gracioso lo bautizó con el grosero mote de Loco Ostias Bidet. Las razones eran obvias y sencillas; no tenían la astucia y consideración que nuestro querido amigo merecía. “Ostias” fue la única palabrota (si podemos llamar a eso palabrota) que escuchamos de boca del anciano quien, muy de vez en cuando, dejaba escapar como muestra de la más sincera exclamación. Y “bidet” surge de una de sus famosas frases, tan cargadas todas ellas de lo absurdo y surrealista, que daba como respuesta a la cotidiana pregunta: “¿En qué anda, mi buen amigo?” a la que sistemáticamente contestaba “Aquí, muchacho, en la infatigable búsqueda del glorioso bidet; hay algo en mí que está muy sucio y eso debe remediarse.”
Pero la verdad es que aquella vulgaridad no le era digna en lo absoluto. Aquel hombre era mucho más que una simple bolsa de “respetuosos juramentos” y frases cargadas de la más ferviente ironía. Era un sabio y un ejemplo de ser humano que mantenía en secreto sus denominaciones y procedencias circunstanciales porque según el mismo aseguraba: “Hay en mí mucho más de ficción y misterio que de chabacana realidad” y su intención era dejar que este fenómeno prevaleciera. “¿Por qué no eligen ustedes un nombre para mí? Sin duda será más apropiado que el verdadero, y a ver cómo les va para superar ese de Loco Ostias Bidet”, nos dijo una vez riendo con picardía.
Creo que aquel fue el comentario más claro y directo que ciudadano alguno de nuestros rincones le haya escuchado jamás. Y muy pocos estuvieron presentes. Yo fui uno de ellos (éramos cinco en total) y ese mismo día decidimos ponerle el nombre más adecuado que entre todos se nos pudiera ocurrir. Nos llevó diez horas exactas ponernos de acuerdo, entre humo y café, recluidos cual honorable jurado a la víspera del justo veredicto en el lujoso estudio de Barros Villanueva, el más acaudalado y mejor anfitrión de los solemnes elegidos. Fue una verdadera pesadilla filológica, de la cual creemos haber salido airosos con el nombre perfecto para él: Justo Presencio, el eterno bienvenido.
Justo Presencio era conocido por todos, y cuando digo “todos” estoy siendo literal. No existía ser humano en nuestra querida ciudad que no hubiera escuchado siquiera hablar de él. Su nuevo nombre, con el tiempo universal e indiscutido, corría de boca en boca como el viento alegre entre los grises muros de una conciencia colectiva que, al margen de las circunstancias y los problemas propios de todos los días, sacudía su existencia con las más alocadas osadías.
Así y todo, jamás fue fotografiado, ni entrevistado, ni apareció en ningún medio de información masiva más allá de burdas imágenes y oscuras habladurías malogradas por la desesperación y el desencanto periodístico de unos pocos y estúpidos reporteros carentes del honor a la verdad y el respeto por el prójimo. Todo el mundo sabía, de alguna forma que Justo Presencio no marcaría más estampa que la que cada habitante obtuviera de él por su propia y exclusiva experiencia. Las anécdotas, incluso, funcionaban como meros apéndices decorativos.
Era como una sombra, un fantasma irreal en un mundo lleno de errores y contradicciones, plagado de datos inútiles y efímeras trascendencias. Y lo realmente paradójico es que todos sabíamos que así debía de ser. Nadie entendía muy bien el por qué y, sin embargo, nadie se lo cuestionaba. Ni siquiera se hablaba del asunto. Sólo ahora comprendo que nosotros mismos así lo quisimos. Existe en lo ficticio y misterioso una rebeldía indefinida que supera todo intento de llegar a la última verdad; como si la respuesta a los problemas fueran el capítulo final de una gran aventura a la que no queremos renunciar. Fue Voltaire quien dijo que “El secreto de aburrir a la gente consiste en decirlo todo.” No creo que haga falta aclararles de dónde lo saqué.
Don Justo Presencio aparecía en los momentos más indicados que, por lo general, eran los más inesperados, como si supiera leer nuestras mentes y advirtiera nuestras más profundas necesidades. Siempre alguien lo veía en los casamientos y fiestas de graduación, brindando siempre con la copa medio llena.; en los cementerios, acompañando a sus “metódicas viejecillas lloronas, consolando lo inconsolable”; en los bares de mala muerte, arguyendo con vagos y charlatanes sobre los misterios y traiciones de la vida, “los mejores filósofos, aseguraba él, ignorantes de que lo son y con tiempo de sobra”, en las casas de los mejores aunque no por ello más “respetables” artistas y científicos, así como en las villas de emergencia, jugando con los niños y ayudando con las cuentas.
Solía vérselo sentado en el banco de alguna plaza, satisfaciendo con la sola mímica de sus manos a incontables pajarillos que, indiferentes a la falta del vital alimento, agrupábanse a su alrededor para conversar con su viejo amigo. Gustaba mezclarse entre la multitud de las grandes terminales y a la salida de los teatros, en los recitales de rock y a la puerta de los gigantes futbolísticos. Se lo veía riendo con la gente, bailando y cantando, siempre acompañado de la más variada selección humana dispuesta a olvidar por un momento quiénes eran y con quiénes estaban, disfrutando del simple gusto de compartir con el augusto Presencio un breve rato de sus vidas.
Hay quienes aseguran haber descubierto su silueta alejándose por las vías muertas de la vieja red ferroviaria en una mañana de insólita penumbra. Otros contemplaron su llanto junto al cuerpo moribundo de aquel enorme gomero del parque central, antaño altivo y majestuoso: “Adiós, compadre amigo –le oyeron decir– has sido como un hermano para mí.”
Unos pocos estuvieron presentes cuando, en el gran incendio del 96, arrancó a tres chiquillas de las llamas que, entretenidas e indiferentes, devoraban una modesta casucha construida al costado de la estación de bomberos, todos ellos desaparecidos, ocupados en los innumerables siniestros que ameritaban su presencia en aquella trágica tarde de abril. Recuerdo que el padre Ernestino, respetado párroco de la basílica de “Nuestra Santa Condena”, cuando compartía con otros invitados una cena en casa del entonces intendente Arturo Mogollón, preguntó si no había sido un tal Julio Tabella, a cuya esposa él solía confesar, quien había rescatado a las niñas de aquel horrible incendio. Todos respondimos con la mayor seguridad que estaba equivocado, que había sido nuestro queridísimo señor Presencio el héroe de tamaña proeza.
De todas formas, los malos entendidos no eran nada extraños a la hora de considerar las andanzas de Don Justo. Como aquella vez en la que dos viejos colegas de la biblioteca nacional, uno de ellos primo lejano de mi esposa, tuvieron una discusión de lo más disparatada en la que ambos aseguraban -con la mano en el corazón- que aquella misma tarde, a la misma hora exactamente, habían estado conversando con él, ¡en la intimidad de sus respectivos hogares! Obviamente uno de los dos estaba equivocado.
Yo mismo presencié (todos tuvimos tiempo de hacerlo) cómo, tras la gran epidemia del 98, permaneció una semana entera apostado en la punta del Muelle de los Lamentos (nombre que deriva de aquel fatídico acontecimiento) con la postura firme y la mirada fija en el vasto océano, sin mover un músculo, sin decir palabra alguna. Parecía una roca, una rígida estatua de granito esculpida por algún furtivo artesano de talento divino. Era la imagen misma de la sabiduría, de la determinación, de la seguridad del hombre en el hombre mismo. Y al mismo tiempo, por alguna instintiva razón, no podíamos dejar de sentir una tristeza irrevocable por esa oculta desolación que parecía amedrentar sus más profundas convicciones. En él todos sufríamos, todos permanecíamos tiritando frente al viento, la lluvia y el dolor. Las gotas que mojaban sus ropas y su rostro eran las lágrimas de los eternos lamentos del ser humano y su mirada, una ventana hacia la mismísima naturaleza de nuestra especie, naturaleza que refleja angustia, desesperación y la más frágil de las incertidumbres frente a esa otra ventana que es el mundo y sus tormentos.
El océano de día, el cielo estrellado de noche, nunca supimos con certeza que es lo que en ellos buscaba. Y ciertamente nunca sabremos si finalmente lo encontró. Lo cierto es que, pasados siete días, dio la media vuelta, se acercó al público que velaba su presencia, y luego de escrutar nuestros rostros uno por uno, dijo: “Mis labios se cierran ante la voz del saber, mis ojos se enceguecen por su luz y mi mente comprende. Comprende que nunca va a comprender.
El abismo de la vida consiste en revelar el futuro sin conocer el pasado, y dejar el presente para después. ¡Cuántas veces hemos sucumbido a la tentación, cuántas veces hemos naufragado por las terribles tormentas de la ilusoria certidumbre!
Decir que uno sabe es decir que uno cree. Decir que uno cree, es decir que uno quiere creer. Decir que uno ignora, es decir que uno sabe. Sabe que nunca nada habrá de saber.
El mundo vomita dolor y sufrimiento, y se traga las almas de los desposeídos. No hay salida a la incertidumbre. Nadie escapa a la contradicción. El hombre es un misterio impenetrable. La vida una ilusión.”
Y tras un silencio eterno que nadie osó perturbar, sonrió como de algún cuento lejano y continuó: “Por casualidad, ¿tienen ustedes alguna minucia que me pueda llevar a la boca? Por alguna extraña razón me derrito del hambre que tengo”.
Nunca aceptaba una invitación sin antes habe sido invitado. Siempre tenía alguna urgencia que atender. Sólo aparecía en alguna puerta por cuenta propia y por supuesto que era bien recibido. Recuerdo que una noche se presentó en mi casa alegando que le era “imprescindible” pasar el resto de la misma conversando con alguien que, según afirmó con irónica picardía, “no reparará en estúpidos horarios”. Por ese entonces yo era un hombre muy ocupado y mis obligaciones comenzaban harto temprano. No obstante acepté sin vacilar.
Lo recuerdo enigmático, la mirada risueña y siempre sentado en el sillón de huéspedes, aquel que para mi orgullo encontraba de su más completo agrado: “Parezco estar flotando en una pompa de jabón”, repetía alegre cada vez. Conversar con Justo era como leer un buen libro; mucho no era suficiente. Pero, como todo ser humano, era un libro con voluntad propia; entonces de improviso cerraba sus viejas páginas y, arguyendo algún otro compromiso, se iba con estilo dando el portazo final.
Sus respuestas eran muy disparatadas, pero uno sabía que en el fondo siempre escondían una posible verdad. Aquella noche, tras un breve silencio reflexivo, acercó su mirada a la mía y dijo: “Y tu, pequeño rufián, así solía llamarme ¿qué es lo que esperas de la vida?”.
Lo miré pensativo unos segundos hasta que por fin respondí: “Supongo que lo que todos, señor Presencio: salud, familia y algo de felicidad. Las simples cosas, como usted nos ha...”
“Supones mal, muchacho. De la vida no debes esperar nada. La vida no nos da, es ella quien recibe.”
“¿Y que hay de la muerte entonces, señor?” pregunté ansioso buscando desafiarle.
“¡Ah, la muerte!, respondió el viejo, me había olvidado de ella. La muerte, mi pequeño rufián, es lo único que debes esperar de la vida.”
Cada vez que desaparecía se quedaba uno como embobado, inmerso en una nebulosa de bienestar y cálida modorra. Su presencia marcaba huellas en el limo de nuestra sociedad.
Hablaba 23 idiomas (diez de los cuales eran lenguas muertas) y tenía innumerables recuerdos, difusos y anónimos, de “mis amados parajes y sus tiempos perdidos”. Había deambulado por mar y por tierra durante largos años, “más largos que la gran muralla, más emocionantes que la loca idea de construirla”. Era un hombre de mundo, uno de los pocos verdaderos viajeros que aun sonreían en estos tiempos de desenfreno y fugaz reconocimiento de la vida. Visitó vastas regiones y conversó con su gente, su historia y sus climas. Era un curioso irreparable, crónico inquisidor de la vida y sus fenómenos. No dejaba de sorprenderse ante todas las maravillas que lo rodeaban, por más insignificantes e infantiles que éstas pudieran parecerle el resto; sabía valorar “esa constante fascinación que transpiran los niños”, la cual el conocimiento y la madurez no apagan, como el común de la gente cree, sino que, muy por el contrario, les da un sentido, “propone una enseñanza en cada rincón de lo acontecido”.
Y como todos los grandes hombres de este mundo, se había enamorado innumerables veces, pero sólo había amado una única vez, “todos amamos una vez o no lo hacemos nunca; el que lo haya hecho más, no sabe de lo que está hablando”. Gaila era su nombre, que en su idioma original significa “diosa que camina entre los hombres”. Jamás nos dijo otra cosa acerca de ella. Y nadie jamás se atrevió a preguntar.
Sin embargo, no dejaba de sorprendernos con su elocuencia respecto de los temas del corazón. Luca Pradambuco, un viejo amigo mío que por entonces sufría del más terrible mal de amores, en una oportunidad en que se encontraba dialogando con Justo en La Duna de los Mil Medanos, solamente logró sacarle -como era de esperarse- otra de sus tantas “reflexiones inevitables”:
“Y dígame, gran maestro, así le decía Luca, ¿qué me dice del amor?”
El viejo miró al muchacho de reojo, dio un gran suspiro, prendió su larga pipa y tras unos segundos de expectante silencio, dijo: “Te propongo algo, jovenzuelo: sube a esa colina que ves allí, desnúdate por completo, incrústate una rama en el trasero y grita como un condenado “me gusta el pescado frito” durante tres horas seguidas. Cuando hayas terminado, acércate a mí y hazme esa pregunta nuevamente. Sólo entonces te contestaré.”
“¡Pero, maestro, lo que usted me pide es absurdo!” le respondió mi amigo de lo más indignado.
“Mi querido discípulo, dijo él siguiéndole la corriente, lo que tú me pides también lo es.”
Sabía tocar los más variados instrumentos musicales, desde el piano y la flauta traversa hasta el cajón flamenco, el didgeridoo australiano y el citar hindú. Hablaba de Bach, Mozart y Lennon, como si de viejos amigos se tratara. Y recuerdo que en una oportunidad reemplazó majestuosamente al primer chelista de la filarmónica nacional que sufría una súbita angina galopante cuando tocó a la orquesta deleitarnos con la sinfonía del Nuevo Mundo del gran Dvorák: “Un buen muchacho, el joven Antonín, nos comentó luego Don Justo, algo tímido con las chicas pero muy talentoso según supo apreciar el buen Brahms, aunque fue otro quien en verdad lo alentó para que compusiera”, terminó diciendo con una risita muda y picaresca. Aunque nadie entendió muy bien a quien se refería, todos lo felicitamos por su maravilloso desempeño.
Recitaba poemas interminables y maravillosos, lejanos en su memoria y sólo recuperados con el “cálido efluvio de un buen vino” o la “mirada tierna de una joven mujer”. Nunca me olvidaré de Mateo Howard, uno de los profesores de literatura más eruditos de nuestra comunidad, a quien volvían loco de pasión y recelo dichas composiciones por la majestuosidad de sus versos y la frustrante ignorancia de sus procedencias. Justo Presencio no las recordaba, o al menos eso era lo que decía, “nunca antepongan nombres y fechas a la vida, nos advertía en un tono refrescante, son éstas las más astutas aliadas de la solemnidad” y como siempre aseguraba que la solemnidad es la mejor amiga del aburrimiento, todos comprendíamos el mensaje. Todos menos el pobre Mateo Howard.
Fueron largos años de una insólita felicidad aquellos en los que contamos con Justo... Su espíritu libre y bondad campechana, sus locas ideas y sabiduría universal; heroico y humano, alegre y montaraz, nos dejó una marca imposible de borrar. Era algo increíble. Tan real y omnipresente que aún hoy me cuesta creer que verdaderamente haya existido. Era como un ángel, pero un ángel de este mundo. Un ángel vivo, riendo y llorando con el resto de la humanidad.
Desapareció un 22 de diciembre. Así nomás, en cuestión de taquicárdicos segundos. Fue ese el día que lo tuvimos entre nosotros por última vez. Yo estaba en mi estudio del barrio latino, revisando una importante documentación cualquiera, cuando recibí el llamado de mi esposa. Don Justo Presencio, el viejo Loco Ostias Bidet, se estaba despidiendo de nosotros por la radio local. Se iba, dijo, “allí donde las aguas se unen y los vientos soplan al revés; allí donde la gente maúlla y los gatos hablan en danés; al otro lado del mundo, el mismo lugar de siempre, una y otra vez”.
No tuve la oportunidad de despedirme a mi manera. Nadie la tuvo. Según dijo, las despedidas personales eran un lujo del que se vería obligado a prescindir, “demoraría más tiempo del que ya permanecí junto a ustedes”, bromeaba vía ondas electromagnéticas. Y supongo que era así como debía suceder.

La semana pasada recibimos una hermosa “postal” enviada por él: Un enorme lienzo pintado, de doce metros por ocho, en el que aparece un hombre de espaldas, parado en una roca, contemplando lo que parecer ser nuestra propia y querida ciudad. El mar está bravo pero el cielo limpio y corre una suave brisa que ondea sus ropas hacia un oriente lejano y misterioso. Al pie de la pintura y en arameo antiguo, hay escrita una pequeña leyenda cuya traducción es más o menos la que sigue:
Soy quien busca en sus corazones, quien se atreve a creer. Soy el último de entre muchos dioses, feliz de haber podido...
Las última palabra está borrosa y se confunde con el fondo. Al parecer la tela se humedeció en las bodegas del carguero que la trajo hasta nosotros. Los expertos hicieron todo lo posible por descifrarla, pero fue en vano. Está perdida para siempre. Yo, por mi parte, lo encuentro divertido. Parece la metáfora de su despedida. El sello de su propia vida. Un misterio maravilloso. La última de sus grandes ironías.

LA ESTULTICIA DE LOS SANS NOBLESSE, por Niko Gadda Thompson

Al final sólo publiqué una nota en la revista porteña de tendencias "BAMetropolis". No sé si la conocen... En fin, está muy buena y al principio me entusiasmé mucho con la idea de poder colaborar en ella, pero ya con el segundo artículo empezaron los garrones: lo que iba a ser una doble página terminó siendo el recuadro pedorro de otra nota ¡sobre el mismo tema! Haberlo sabido...
Ya bastante caliente, decidí no encarar el tercer trabajo hasta que no me pagaran los dos anteriores (estamos hablando de una revista bimestral...). Así que me estuvieron bicicleteando durante semanas hasta que por fin me prometieron un sobre. A la fecha y hora señalada, fui a las oficinas (tremendas "ofis super cool" en pleno barrio norte) y ¡zas! Ni un puto sobre. Ni una puta explicación.
Entonces me prometieron enviar el sobre con una moto hasta mi casa (en pleno Tigre). Obviametne, ni moto ni sobre ni un tremendo joraca. Al día siguiente me mando a las pinches oficinas re caliente y exijo hablar con el gerente comercial.
Me recibe un gordito con cara de "yo en realidad quería ser astronauta" y, deshaciéndose en disculpas, me pregunta si lo puedo esperar hasta que almuerce con un importante inversor potencial (que se encontraba ahí mismo y escuchaba todo), se riera un poco de lo "sumisos que son estos escritores muertos de hambre", y volviera a la oficina tres horas más tarde ¡para hablar del asunto! Imaginen la cara de orto que le puse...
Le digo: -¿Usted está ahora con un "importante inversor potencial" y se da el lujo de hacerlo presenciar semejante escena?! ¡Qué tentador para un hombre de negocios ver que está por invertir en una revista que hace meses no le ha podido pagar 300 mangos de mierda a un simple colaborador de contenidos! O me está mintiendo o es usted un verdadero incompetente, señor gordito gerente comercial (palabras más, palabras menos).
Bueno, al final me pagó pero, claro, nunca más me llamaron... Una lástima, la verdad. Pero qué le vamos a hacer; uno tiene sus límites cuando el otro te toca los huevos. Y es precisamente por este tipo de experiencias con el mundo editorial tradicional, que pienso que la onda está en el mundo digital. Allí nadie me paga, es cierto, pero al menos escribo sobre lo que quiero, como yo quiero y cuanto yo quiero. La pasta, de última, me la gano sirviendo mesas.

No puedo pedir más.

Aquí les dejo entonces, aquella nota original que vió la luz en forma de “recuadro pedorro”. No es la gran cosa, pero entretiene. Espero la disfruten.


La Estulticia de los Sans Noblesse

“El adulto no identifica la felicidad con la mera posesión de objetos. A diferencia del niño, los artefactos no le traen dicha. El hombre realmente adulto no desea cosas; más bien codicia símbolos.” (J. L. Borges)

¿Cuál es el “delirio” detrás de los que viven inmersos en el deseo -y la eventual satisfacción- de pertenecer a la elite social mientras sientan sus glamorosas nalgas en los lugares top de la movida porteña?
Cumpliendo con la pícara costumbre de publicar al menos una nota sobre los snobs en cada una de sus ediciones, la redacción me pidió que abordara el tema desde una perspectiva un tanto más… especializada. Mi objetivo, entonces, consistía en indagar aquello que se fermenta en la psiquis de un snob.
Para ello me entrevisté nada menos que con tres reconocibles profesionales de la Salud Mental: una psiquiatra, una psicóloga conductista-conductual y un psicoanalista vincular. Aprovecho para dar un especial agradecimiento a Gaby, a Carlitos y a la mama. ¡Muy buena la onda, chicos!

Entrevistas como uno
Así como lukear tu auto con esa nueva pintura opaca que recién se está viendo en nuestras calles, les cuento que hoy en día es re cool hacer las entrevistas por mail:

Estimado/a Lic.- Doc.:
Mi nombre es Nicolás G. T. y estoy haciendo un artículo sobre el particular fenómeno del snobismo en nuestra “maliciosa” ciudad. La nota es para BA Metrópolis, una revista de tendencias bien intelectual y sofisticada, o sea, una revista para snobs (nada aquí es casualidad). Mi objetivo es recavar la opinión profesional de diferentes especialistas de la Salud Mental acerca de esta peculiar etiqueta socio-cultural.
Ahora bien, con ánimos de clarificar y unificar la definición de nuestro objeto de estudio, paso a comentarle una o dos cosas que encontré (alabado sea Google) acerca de lo que se entiende por snob:
Históricamente, dicho término surge del original “sine nobiliate”, o sea, sin nobleza. La gente snob, o “sans noblesse” como preferían decir en la Francia prerrevolucionaria, ostentaba una alcurnia que deseaba pero no poseía. Una segunda definición, cronológicamente hablando, refería a los estudiantes de procedencias “innobles” que comenzaron a admitir en el ingreso a las universidades de Oxford y Cambridge.
En las democracias occidentales actuales, no tan rigurosas en cuanto al respeto por las jerarquías heredadas, el snobismo ha mutado a formas menos tradicionales. El ideal clásico de aristocracia se ve hoy refractado por el variado prisma de la postmodernidad. Y en una sociedad como la porteña, carente de auténticos títulos nobiliarios y demás estigmas de las altas castas, el prisma se dilata aún más; todos aquellos con “acceso”, ya se por sus méritos o por herencia familiar, parecen caer en la misma bolsa.
Las preguntas a continuación son sólo disparadores para que usted se entretenga; no es necesario contestarlas todas y, por supuesto, cualquier añadidura será más que bienvenida:
1) ¿Se ha estudiado alguna vez al snobismo desde la perspectiva de la salud mental? ¿Se lo considera acaso un objeto de estudio o en realidad estamos en un terreno indefectiblemente especulativo? ¿Es el snobismo una patología?
2) ¿Podríamos decir que proviene de algún tipo de complejo de inferioridad, o bien de una identificación con un ideal del ser (y, por lo tanto, del aparentar) el cual se ha elegido considerar superior al resto?
3) ¿De dónde viene esa obsesión por “pertenecer”, por poder acariciar -aunque sea con la punta de los dedos- los estantes más altos de la pirámide social?
4) ¿Ser snob es acercarse a un tipo de personalidad, o es más bien alejarse de otro muy distinto? ¿Acaso la pulsión esencial es diferenciarse de la chusma, dejar en claro que uno NO es simplemente “alguien más”?
5) ¿Qué es más determinante para un snob, ser o pertenecer?
6) El snob ¿necesita o desea?
Desde ya, muchas gracias por su tiempo, etc., etc., etc.
¿Complejo de inferioridad o narcisismo malogrado?
La Dra. Campos (psiquiatra y terapeuta familiar) nos da una definición lo suficientemente compendiada como para ubicarla en el comienzo de este recorrido: “El snob ansía que lo vinculen con aquellas personas que marcan tendencias en todos los terrenos: la vestimenta, la arquitectura, el uso del tiempo libre y aun el arte. Puede considerar que su personalidad es fruto de su elección, pero en realidad es el resultado de un deseo inquebrantable: pertenecer a ese grupo de elite que promete a sus integrantes un marco de referencia organizado. El temor de quedar librado a ser él mismo seguramente lo vive como desestabilizante y un reflejo de su baja autoestima.

Según la Lic. Gabriela Martínez Castro (psicóloga conductista/conductual y Directora del CEETA, Centro Especialista en Trastornos de Ansiedad), “el snobismo es básicamente una compensación de un gran complejo de inferioridad. La ecuación es sencilla: Quien verdaderamente es de una clase o sustrato social determinado, no necesita demostrarlo -ni demostrárselo- con tanto énfasis. Ahora bien, quien no lo es pero aún así desea “pertenecer” a ella de alguna forma, requiere del esfuerzo de armar una “mise en escène”, a modo de autoengaño, y así compensar profundos sentimientos de pobreza interna o inferioridad.”

Gabriela sostiene que el snobismo podría considerarse una forma de la llamada Ansiedad Social, un trastorno que ella resume como "timidez extrema" dentro del cual “el individuo posee fuertes sensaciones de inferioridad, temiendo siempre hacer el ridículo o ser rechazado por los demás, y frente a lo cual arma un sistema defensivo compensatorio”.

Para el Dr. Pachuk (psicoanalista vincular), sin embargo, sentirse un verdadero idiota no tiene tanto que ver con el snobismo, pues “no se trata realmente de un complejo de inferioridad (término descubierto por un disidente freudiano llamado Adler y del cual hizo uso y abuso); más bien son personas que tienen fallas en la estructura de su yo por traumas infantiles que no han podido revertir en la adolescencia ni en los vínculos posteriores. Entran aquí las personalidades narcisistas que intentan siempre ocupar el centro de la escena para compensar, con la pertenencia o la mirada de los otros, las fallas primarias de turno. Los rasgos snob son un punto de atracción para captar a los otros.”
Al parecer, y para complicar aún más las cosas, la baja autoestima y el sentimiento de inferioridad no son la misma cosa. “La primera tiene la mirada puesta hacia uno mismo; la segunda hacia los demás”, resume la Dra. Campos, y es por esto es que no debemos confundirlas.
¿Rasgo de carácter o síntoma patológico?
El Dr. Pachuk nos confirma (con el asentimiento de Campos y Martínez Castro) que el snobismo “nunca ha sido objeto de estudio desde la perspectiva de la salud mental.” Así y todo, lo sugiere como un “un rasgo común en algunas patologías, como pueden ser la personalidad borderline, la bipolar, la narcisista y el falso self. En todas ellas -aunque con diferentes características de mayor o menor gravedad- hay una tendencia a la fragilidad del Yo, a una crisis en los sentimientos de autoestima y autoafirmación producida por fallas en las identificaciones primarias. El sujeto se adhiere a los otros y no establece diferencias entre ser y pertenecer; depende demasiado de las instituciones, del contexto y de los vínculos. Dicho de otra manera: si no pertenece, no existe. Al ser rechazado se produce una fragmentación de su personalidad y, en los casos más extremos, puede derivar en una crisis psicótica (el famoso “brote” en sus múltiples manifestaciones). En algunos casos bipolares (patología psicótica que alterna episodios depresivos con otros maníacos) puede describirse un delirio megalomaníaco con fantasías de negocios internacionales o delirio de celebridad. Estos pacientes parece que fueran adictos a la cocaína –la cual produce efectos similares- pero en realidad no lo son. Sus delirios terminan con un gran fracaso y un alto monto de angustia y, como suelen ser personajes muy seductores, arrastran a mucha gente en su caída.”
Ahora bien, la Dra. Campos se preocupa por aclarar que existe una gran diferencia entre rasgos de carácter y síntomas patológicos: “La manifestación de aquellas conductas que condicionan patológicamente a una persona (pérdida del sentido de realidad, de la ubicación en el tiempo y espacio, agresión, ideas de suicidio, entre muchos otros) deben ser evaluados como sintomatología de un paciente psiquiátrico y atendido como tal, sin por ello considerar que los rasgos snobs puedan estar vinculados a las causas de dicha patología.”
Así que ya lo saben, amigos: aquellos que se sientan identificados con el Revoyra Linch del amigo Peña, relax, no están de la croqueta… al menos no por el hecho de ser snobs.

¿Pertenecer o diferenciarse?

Pachuk propone una variable de la definición de snob diametralmente opuesta a la acostumbrada. No se trata de los que quieren subir en la escala social, sino de aquellos que han sido degradados. Estos hidalgos de camisa sin corbata, son “los típicos aristócratas -alguna vez millonarios- que perdieron su riqueza pero aún conservan sus buenas costumbres, sus rasgos de casta, se fina –y caduca- ropa de marca y un acento pomposo muy particular. Como han tenido una educación privilegiada, manejan varios idiomas y han viajado por el mundo en los buenos tiempos perdidos, lo cual les proporciona un indeleble toque de distinción.”

Algo parecido ocurre con los llamados “gafapastas” (término español que remite a los anteojos de marcos gruesos y cuadrados, por lo general negros), jóvenes de tendencias culturales estrafalarias ("alternativas" en lenguaje gafapastil) que rehuyen de lo considerado comercial y hacen gala de una actitud sofisticada y pedante. Sus ídolos son gente como Björk, Lars Von Trier y demás rarezas de la movida, sobretodo, artística. Se les reconoce por las gafas, pero también por llevar cortes de pelos raros, ropa carísima onda retro-pop y ahora también hippie-chic (el último alarido de la moda neoyorquina). Resumiendo, un gafapasta es un muchacho de gustos extravagantes que va de listillo por la vida.

Para la Lic. Martínez Castro, la aparente diferencia entre los que quieren pertenecer y aquellos que buscan diferenciarse, en esencia es inexistente. Estas dos variables no serían otra cosa que las dos caras de la misma After Eight; ambas son “maneras de llamar la atención de los demás; de resaltar –por consenso o por disenso- para no ser ignorado.” Después de todo, se dice que los snobs están en el montón de los que no quieren estar en el montón.
Epílogo
En este mundo cruel y despiadado donde la demanda exige perfección -y la perfección se caga de la risa- no son pocos los que esconden su frustración detrás de una máscara de éxito, superación y colágeno. Vivimos una vida de autoengaños permanentes. Juzgamos el estado de nuestra existencia con parámetros idealistas e irreales (valga la obvia redundancia). Nos frustramos por lo que no somos, tenemos o hacemos, como si supiéramos realmente de lo que nos estamos perdiendo. Así somos, así fuimos y así -en mayor o menor medida- seguiremos siendo. Pero en fin, tampoco debemos castigarnos demasiado por ello. El daño que nos produce sabernos frágiles, es mucho peor que la fragilidad misma. A la larga, lo único que nos queda es aceptar lo que somos con orgullo y seguir adelante con nuestras vidas.
Apropiándome descaradamente de las palabras de Erasmo en su incomparable "Elogio a la Locura", cuando le parece oír protestar a los filósofos que es deplorable esto de vivir dominado por la Estulticia (el snobismo, debemos admitirlo, es una forma argumentada de la estupidez) y, por ende, errar, engañarse, ignorar: “Ello es propio del hombre y no veo por qué se le ha de llamar deplorable, cuando así nacisteis, así os criasteis, así os educasteis y tal es la común suerte de todos. No tiene nada de deplorable lo que pertenece a la propia naturaleza.”

19/5/08

CARAS, por Mitzuca Chinycó

Ed: Pocas cosas hay en esta vida que sean tan fascinantes como el semblante humano. ¿No le parece así, querido Teo?

Teo: Por supuesto que sí. Yo siempre lo he considerado como la perfecta metáfora del universo. Su voluptuosa variedad refleja la simpleza de su esencia.

Ed: ¡Usted lo ha dicho! El mundo entero se esconde detrás de cada semblante, como una precisa alineación cósmica coordinada por ese dios supremo que se entretiene gozando de sus ilimitadas posibilidades creativas. Imperios enteros se han formado con el gesto preciso y derrumbado con la mueca inoportuna. Las más infames mentiras han sido reveladas por la arruga traicionera y esa gota de sudor que escapa traviesa mejilla abajo.

Teo: Y no se olvide usted del amor. Sólo aquellos que poseen el sentimiento auténtico son capaces de sangrar pasión desde el brillo de unos ojos fulminantes y sinceros. ¿No lo cree usted así?

Ed: ¡Y que lo diga! La Historia entera es sumisa sierva de las máscaras con vida. ¡Oh, paradojas de la existencia! Lo que ha sido y será por siempre la más eterna de las condenas, encierra en sus entrañas la clave de nuestra felicidad.