18/5/09

EL PARADIGMA DE LOS TRES TIEMPOS PARALELOS, por Vincent von Streitsen



A. Hitchcock: ¿Comprimir o dilatar el tiempo, no es la primera labor del director? ¿No cree usted que el tiempo del cine nunca debería tener relación con el tiempo real?

F. Truffaut: Desde luego, es un elemento esencial. Por ejemplo, las acciones rápidas deben descomponerse y dilatarse so pena de resultar casi imperceptibles para el espectador.

Casi una panegírico del animé japonés, ¿no les parece? Aunque si abrimos un poco el abanico conceptual, podríamos decir que aquí se nos presenta una regla universal en el arte de contar historias. El planteo, como mínimo, suena desafiante, divertido, y cobra peso al estar en consonancia con la visión de dos directores tan excepcionales como disímiles entre sí.
Así y todo, en el momento en que leemos palabras como "nunca" o "esencial" dentro del contexto de la labor artística, ¿acaso no deberíamos reaccionar con al menos algo de escepticismo? ¿Acaso el arte en sí no es otra cosa que la constante comprobación de que las normas dogmáticas –las que se valen de los “nuncas” y los “esenciales”- son el consuelo de la charlatanería cuando es arte, justamente, lo que estamos tramando?
Tomemos por caso la película franco-marroquí-germánica-palestina de nombre Intervención Divina (del actor y director Elia Suleiman). En el tiempo cinematográfico de este exótico ejemplar, existe –efectivamente- una consonancia con lo que Alfredo y Francisco consideran "tiempo real". Salvo contadas excepciones, las escenas mantienen un ritmo relajado y contemplativo, acorde con los tiempos que se manejan en la realidad. Este – según H y T – sería un recurso formalmente incorrecto.
No obstante, hay algo de atrapante en esto de “mantener” las escenas en su tiempo real –insisto- hasta transformarlas en simples estados de ánimo; mundanizar un recurso formal (la duración de la toma) para dar la ilusión de realidad temporal que no encontramos en el cine tradicional, el cual cuenta con sus propios ritmos.
Se produce aquí un fenómeno interesante. Lo que nos podría parecer una película "lenta" o desprovista de dramatismo –que no es lo mismo que emoción- lo es sólo si tenemos en cuenta los parámetros cinematográficos más convencionales. Los montajes frondosos y las técnicas expresivas tanto de aceleración como de ralentización vivencial, son moneda corriente en las películas actuales (pongamos Matriz y Snatch como casos emblemáticos). Aunque ya vemos que es una “costumbre” proveniente de épocas pretéritas, incluso previas a la era Hitchcock-Truffaut.
Se trata además -como ya aclaramos más arriba- de un comportamiento creativo que trasciende el séptimo arte. ¡Incluso trasciende los seis primeros! Moldear el tiempo según nos dicte nuestra propia subjetividad es una experiencia de la vida misma.
Si pensamos en los tiempos vivenciados durante nuestra cotidianeidad, películas como Intervención Divina intentarían mostrarnos lo que “se ve desde afuera” más que lo que “se vive desde adentro”. Existe una tendencia muy post-postmoderna que viene trabajando este nuevo “paradigma de los tres tiempos paralelos” (los molesto con un nombre rebuscado). Así, el tiempo que tarda en desarrollarse la escena es paralelo al supuesto “tiempo real” de aquello que está siendo relatado, ¡y paralelo también al tiempo vivencial del mismo espectador! Quien experimenta -aún inconscientemente- esta “sincronización” de los tres tiempos paralelos, bien podría experimentar un cierto hastío que no es exclusivo de este tipo de experiencias cinematográficas. Existe también algo perturbador, irritante, en los cuadros realistas o en la reproducción teatral de un momento cotidiano; aquí estaría sucediendo algo parecido.
Pacientes y médicos fumando en el pasillo de un hospital. Padre e hijo almorzando en el balcón de una casa. Los encuentros del protagonista con su amante misteriosa. La mujer que junta la basura de su jardín para después quemarla. Todas estas escenas, y muchas más, suponen un manejo casi insoportable del silencio y han sido perfectamente coreografiadas –incluso desde la improvisación, aunque esto resulte contradictorio- para reproducir el tiempo real dentro del tiempo cinematográfico. Dicho recurso, no obstante, se ve claramente enriquecido con el uso intercalado del contraste y las sorpresas extremas. Encuadres exóticos, escenas insólitas, incluso los gags (después de todo, se supone que es una comedia) son increíblemente disparatados. Entre otros momentos, vivimos la explosión de un tanque israelí por el carozo arrojado desde la ventanilla de un auto en movimiento; el globo con el rostro sonriente de Arafat recorriendo la ciudad en busca del Domo de la Roca; la escena completa del combate entre las fuerzas especiales israelitas y la muchacha palestina. La película –casi desprovista de estructura narrativa– tiene como base una sucesión de momentos banales y sencillos de la vida diaria de sus personajes salpicados, aquí y allá, de recursos espectaculares. Salvo ciertas excepciones, no hay misterio ni lectura entre líneas; la interpretación es libre, por no decir innecesaria.
La aclamada y, por muchos, incomprendida película marroquí "El sabor de las cerezas", o la griega "La Eternidad en un día",-en donde la búsqueda de objetividad en el manejo de los tiempos apunta tal vez hacia emociones más poéticas- son formalmente realistas aunque su contenido, si es que lo tiene, nos resulte un tanto onírico y surrealista. Películas como "Mundo Grúa" (de Pablo Trapero), "Una historia sencilla" (del gran Lynch) y "El Camino del Samurai" (de Jarmusch), son otros ejemplos que me vienen a la mente a la hora de hablar de este nuevo hábito en el arte de hacer cine. Se trata de distintos directores independientes y periféricos, cada uno mantiendo su estilo pero todos compartiendo esa afinidad por una pureza formal –muy lejos del Dogma 95, aunque tal vez inspirado en él- que parecería estar rompiendo las reglas clásicas del lenguaje cinematográfico. Al menos creo que demuestran, una vez más, lo absurdo que es hablar de "nuncas" y "esenciales" cuando lo único que importa es el resultado final. Después de todo, y afortunadamente para nosotros los maquiavélicos, el arte es la única motivación humana que puede jactarse de “justificar sus medios” sin por ello tener que hacerle daño a nadie.

(Mediados del 2005)

12/5/09

COSAS QUE TE PASAN CUANDO SOS UN NIÑO, por Niko Gadda Thompson



Como todo párbulo de año y medio, tuve mis momentos turbios… Aquí, por ejemplo, llevo puesto mi uniforme “kids” del Ku Klux Klan y estoy compartiendo un Serenito con la muerte infantil. En aquella época traficaba desnutrición para la mafia, el gobierno y demás oscuras organizaciones. Como decíamos en la jerga de la época, la fortuna me “cambiaba los pañales”.

8/5/09

EL LLANO ALTO, EL PUMA DE PIEDRA Y EL RETORNO DEL VAGABUNDO, por Niko Gadda Thompson

Bolivia la linda. Bolivia la grande. Bolivia la pobre. ¡Deberían verla! Es hermosa. Gris y marrón como el asfalto desgañitado. Las voces del fácil consuelo aclaman siempre que las malas críticas no merecen consideración, que los injustos exageran para reducir el margen de su propia mediocridad, y todo eso suele ser muy cierto. Pero aquí les digo que en lo visto y juzgado no hay maldad ninguna. Lo negativo es piropo y el desorden, libertad. Bolivia está loca, loca su gente y locos sus paisajes. Loca de amor y terror por una tierra antigua e injustamente pobre. Pobre más allá de toda excusa, más allá de todo reproche. Pobre y maravillosa.

Visitando a los vecinos

Febrero (2006) fue para mí un mes de retornos. ¡De vuelta a los caminos, carajo! De nuevo a sentir la emoción del viajero improvisado en su aventura nómada que se renueva y alimenta un paso a la vez. Venir de, estar en y viajar a lo constante desconocido, sin saber qué es lo que cornos pasará después, ¡y ser muy feliz por ello!
Un mes de retornos, sin duda. Al viento en la cara y la mirada perdida, extasiada en esas curvas nuevas que invitaban a una fiesta de color y tierra seca, montañas y praderas, lagunas y callejas.
Un mes de retornos, digo, por la senda de la vagabundez. En este caso, sobre suelo boliviano; suelo gris, marrón y turquesa, ese suelo que le quitó un centímetro a mis suelas elevándome a las mesetas de un mundo nuevo: el altiplano. Hogar de las alturas y los hielos, zona de fatigas y de cocacoleros, el altiplano de los indios y los mochileros.
Un mes de retornos y reencuentros. Reencuentro con los viajeros de todo el mundo que se citan siempre a ciegas en las calles, hostales, bares, buses y burdeles de la gran ciudad, del campo y de la ruta, formando verdaderos cócteles cosmopolitas de rostros sin destino, curiosos y distintos, coleccionando recuerdos de sincera libertad.
El recorrido lo marca la obvia necesidad: lugares clave para no perderse. El Salar de Uyuni, por ejemplo, el más grande del mundo; paraíso visual de divina simetría. O la vieja Potosí, con sus tristes minas, su magna altura y su loca gente, cristianos sobre la piel y satánicos en el estómago de sus montañas trepanadas. También Cochabamba -la “niña bonita”- moderna, eternamente cálida. La Paz, por supuesto. Irónicamente desquiciada, lacónicamente maravillosa; alegre parque de diversiones inspirado la más horrible de las pesadillas.
Y ya en el norte, arañando el Perú, se encuentra Copacabana; simpático portal al lago más hermoso de este lado del planeta.

El puma de piedra

Azul intenso, elevado y profundo, el lago Titicaca –que significa Piedra de puma- está de moda hace cientos de años. Primero lo visitaron los Tiwanakos, después los Incas. Aún hoy los Uros dejan huella en sus costas. Literalmente. Y, por supuesto, los turistas, esos “nuevos” habitantes de la tierra; población en constante reciclaje, pero población al fin.

“Durante el tiempo primordial ocurre el parto telúrico, el advenimiento del Ande, que se confunde con la épica lucha entre los elementos geológicos, momento cataclísmico, de guerra cósmica, de furia de la naturaleza. Se enfrentan la roca contra el agua, la tierra contra el mar y, en medio de convulsiones que sacuden el mundo y de erupciones volcánicas, emerge la cordillera de los Andes al arrugarse el suelo. Quedan como reliquias y testigos del cruento combate los lagos Titicaca y Poopo, despojos de la derrota del mar.” (*)

En un país sin costas oceánicas, estos dos inmensos lagos, salados pero mediterráneos, son el último consuelo oceánico, oasis inundados en el medio de la nada, cuna de culturas y madre de mitos enterrados en la oscura eternidad de sus aguas.
Los Tiwanaku y los Incas consideraban al lago Titicaca como su lugar de origen, con sus dioses ó líderes surgiendo de las profundidades. Y si uno visita la zona, entiende el porqué de tanta veneración. Aún hoy, cientos de años después de las últimas conquistas (ni hablar de las primeras), el ambiente es distinto y sus vibraciones nos hablan de un lugar excepcional.

“En la meseta altiplánica, los españoles encontraron no sólo una inmensa riqueza minera, sino también un tesoro de mitos y un profundo espíritu religioso... Para los hombres de España, fue una percepción exótica, misteriosa y extraña que los llenó de zozobra... No pudieron soportar la originalidad y lo sugerente de sus formaciones religiosas y, como cualquier conquistador de cualquier época, los españoles impusieron sus ideas...”

Éste y otros escenarios andinos son el hogar de mil dioses concebidos y venerados en sus altares naturales, esculpidos en roca por el viento y por el río, carne, hálito y sangre de una mística hoy casi perdida. Roberto Doria Medina Eguía, pensador amante de su Bolivia natal, no lo podría haber explicado mejor:

“La contemplación del paisaje andino produce en el espíritu una honda experiencia religiosa. La naturaleza no muestra solamente la realidad de su belleza, sino que conmueve sugiriendo lo sagrado. Las siluetas, los perfiles y las enormes moles de granito de las montañas... la inmensidad en extrema soledad de la altiplanicie en la que se reflejan la intensa luminosidad solar o, a la noche, el resplandor de la luna... supera la simple apariencia estética para envolver al observador en un sentir místico-religioso-panteísta.”

Sereno y majestuoso, nítido y bucólico. Así es el lago Titicaca. Tal vez sea el aire magro en oxígeno y esa eterna fatiga “leve” que acompaña al caminante en todo momento. Si lo combinamos con un paisaje de colores nítidos y formas bizarras, difíciles de conectar con lo real... Imaginen el contorno de sus islas figurando gigantescos buques tumbados de costado, tapizados con una suave felpa verdosa, las nubes a metros sobre –a veces por debajo de- tu cabeza, el lago mismo que parece mar, ruinas de pueblos milenarios, botes hechos de totora y ni un solo ruido de motor.
Y como broche de oro, la mítica y mística Isla del Sol, el corazón boliviano de este extraño paraíso. Caminar sobre sus espaldas fue una experiencia diferente. Dormir en su regazo, casi mágico. Contemplarla desde la cima, apenas milagroso.

(*) Todos los pasajes en cursiva corresponden a fragmentos de “Amerindia: Fantasía, mito y arte” por Roberto Doria Medina Eguía

LOS ÁNGELES NO LLORAN, Vincent Von Streitsen

El éxito se mide según los llamados “aciertos” que damos en la vida; éstos nos muestran qué tan cerca estamos de la perfección. Pero no nos ayudan tanto a crecer, sino a notar que lo estamos haciendo. Los fracasos, ellos sí, son los que nos enseñan; nos enseñan que somos humanos, criaturas imperfectas diseñadas para perder, volver a intentarlo, y volver a perder.
Pero hete aquí la maravilla de nuestra existencia; es por medio de esta forma vivencial de comparación que los hombres aprendemos a disfrutar de la belleza, la amistad, el amor y los placeres mundanos de la vida. Fracasamos para poder triunfar, sufrimos para poder gozar, odiamos para poder amar.

Los Ángeles no lloran... no saben lo que se pierden.