Bolivia la linda. Bolivia la grande. Bolivia la pobre. ¡Deberían verla! Es hermosa. Gris y marrón como el asfalto desgañitado. Las voces del fácil consuelo aclaman siempre que las malas críticas no merecen consideración, que los injustos exageran para reducir el margen de su propia mediocridad, y todo eso suele ser muy cierto. Pero aquí les digo que en lo visto y juzgado no hay maldad ninguna. Lo negativo es piropo y el desorden, libertad. Bolivia está loca, loca su gente y locos sus paisajes. Loca de amor y terror por una tierra antigua e injustamente pobre. Pobre más allá de toda excusa, más allá de todo reproche. Pobre y maravillosa.
Visitando a los vecinos
Febrero (2006) fue para mí un mes de retornos. ¡De vuelta a los caminos, carajo! De nuevo a sentir la emoción del viajero improvisado en su aventura nómada que se renueva y alimenta un paso a la vez. Venir de, estar en y viajar a lo constante desconocido, sin saber qué es lo que cornos pasará después, ¡y ser muy feliz por ello!
Un mes de retornos, sin duda. Al viento en la cara y la mirada perdida, extasiada en esas curvas nuevas que invitaban a una fiesta de color y tierra seca, montañas y praderas, lagunas y callejas.
Un mes de retornos, digo, por la senda de la vagabundez. En este caso, sobre suelo boliviano; suelo gris, marrón y turquesa, ese suelo que le quitó un centímetro a mis suelas elevándome a las mesetas de un mundo nuevo: el altiplano. Hogar de las alturas y los hielos, zona de fatigas y de cocacoleros, el altiplano de los indios y los mochileros.
Un mes de retornos y reencuentros. Reencuentro con los viajeros de todo el mundo que se citan siempre a ciegas en las calles, hostales, bares, buses y burdeles de la gran ciudad, del campo y de la ruta, formando verdaderos cócteles cosmopolitas de rostros sin destino, curiosos y distintos, coleccionando recuerdos de sincera libertad.
El recorrido lo marca la obvia necesidad: lugares clave para no perderse. El Salar de Uyuni, por ejemplo, el más grande del mundo; paraíso visual de divina simetría. O la vieja Potosí, con sus tristes minas, su magna altura y su loca gente, cristianos sobre la piel y satánicos en el estómago de sus montañas trepanadas. También Cochabamba -la “niña bonita”- moderna, eternamente cálida. La Paz, por supuesto. Irónicamente desquiciada, lacónicamente maravillosa; alegre parque de diversiones inspirado la más horrible de las pesadillas.
Y ya en el norte, arañando el Perú, se encuentra Copacabana; simpático portal al lago más hermoso de este lado del planeta.
El puma de piedra
Azul intenso, elevado y profundo, el lago Titicaca –que significa Piedra de puma- está de moda hace cientos de años. Primero lo visitaron los Tiwanakos, después los Incas. Aún hoy los Uros dejan huella en sus costas. Literalmente. Y, por supuesto, los turistas, esos “nuevos” habitantes de la tierra; población en constante reciclaje, pero población al fin.
“Durante el tiempo primordial ocurre el parto telúrico, el advenimiento del Ande, que se confunde con la épica lucha entre los elementos geológicos, momento cataclísmico, de guerra cósmica, de furia de la naturaleza. Se enfrentan la roca contra el agua, la tierra contra el mar y, en medio de convulsiones que sacuden el mundo y de erupciones volcánicas, emerge la cordillera de los Andes al arrugarse el suelo. Quedan como reliquias y testigos del cruento combate los lagos Titicaca y Poopo, despojos de la derrota del mar.” (*)
En un país sin costas oceánicas, estos dos inmensos lagos, salados pero mediterráneos, son el último consuelo oceánico, oasis inundados en el medio de la nada, cuna de culturas y madre de mitos enterrados en la oscura eternidad de sus aguas.
Los Tiwanaku y los Incas consideraban al lago Titicaca como su lugar de origen, con sus dioses ó líderes surgiendo de las profundidades. Y si uno visita la zona, entiende el porqué de tanta veneración. Aún hoy, cientos de años después de las últimas conquistas (ni hablar de las primeras), el ambiente es distinto y sus vibraciones nos hablan de un lugar excepcional.
“En la meseta altiplánica, los españoles encontraron no sólo una inmensa riqueza minera, sino también un tesoro de mitos y un profundo espíritu religioso... Para los hombres de España, fue una percepción exótica, misteriosa y extraña que los llenó de zozobra... No pudieron soportar la originalidad y lo sugerente de sus formaciones religiosas y, como cualquier conquistador de cualquier época, los españoles impusieron sus ideas...”
Éste y otros escenarios andinos son el hogar de mil dioses concebidos y venerados en sus altares naturales, esculpidos en roca por el viento y por el río, carne, hálito y sangre de una mística hoy casi perdida. Roberto Doria Medina Eguía, pensador amante de su Bolivia natal, no lo podría haber explicado mejor:
“La contemplación del paisaje andino produce en el espíritu una honda experiencia religiosa. La naturaleza no muestra solamente la realidad de su belleza, sino que conmueve sugiriendo lo sagrado. Las siluetas, los perfiles y las enormes moles de granito de las montañas... la inmensidad en extrema soledad de la altiplanicie en la que se reflejan la intensa luminosidad solar o, a la noche, el resplandor de la luna... supera la simple apariencia estética para envolver al observador en un sentir místico-religioso-panteísta.”
Sereno y majestuoso, nítido y bucólico. Así es el lago Titicaca. Tal vez sea el aire magro en oxígeno y esa eterna fatiga “leve” que acompaña al caminante en todo momento. Si lo combinamos con un paisaje de colores nítidos y formas bizarras, difíciles de conectar con lo real... Imaginen el contorno de sus islas figurando gigantescos buques tumbados de costado, tapizados con una suave felpa verdosa, las nubes a metros sobre –a veces por debajo de- tu cabeza, el lago mismo que parece mar, ruinas de pueblos milenarios, botes hechos de totora y ni un solo ruido de motor.
Y como broche de oro, la mítica y mística Isla del Sol, el corazón boliviano de este extraño paraíso. Caminar sobre sus espaldas fue una experiencia diferente. Dormir en su regazo, casi mágico. Contemplarla desde la cima, apenas milagroso.
(*) Todos los pasajes en cursiva corresponden a fragmentos de “Amerindia: Fantasía, mito y arte” por Roberto Doria Medina Eguía
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